Se había acabado el paseo escolar por el Parque de las Leyendas (el zoológico local) y los profesores a cargo nos dieron permiso para ir a nuestras casas. Era la 1 de la tarde y las clases solían terminar a las 2 así que tres de mis compañeros de aula (del segundo de secundaria) y yo decidimos aprovechar esa hora y perder el tiempo por los alrededores. Deambulando por las calles del distrito de San Miguel cruzamos la avenida La Marina y llegamos al centro de convenciones donde se realizaba, entre Julio y Agosto (período de fiestas patrias) la Feria del Hogar, evento que reunía juegos mecánicos, comida, música, en fin, una feria en el sentido más tradicional. El año era 1996, el mes no lo recuerdo y había un evento celebrándose pero no era la Feria del Hogar, era la Feria Internacional del Libro de Lima (o FIL resumiendo). Fue producto de la casualidad, no teníamos idea de lo que estaba pasando pero el anuncio de que la entrada era gratuita fue suficiente motivación para que entráramos a curiosear. Esa es la palabra exacta, “curiosear”, porque ninguno de los 4, adolescentes de 13 y 14 años, teníamos mucho interés por la literatura por aquel entonces. Nuestro tranquilo recorrido hojeando libros ya iba por los 30 minutos hasta que uno de mis compañeros soltó un gritito lo suficientemente alto para que el resto de nosotros le prestáramos atención sin causar alarma alrededor. Volteamos a verlo y mis ojos, así como los del resto supongo, se encontraron de pronto con la fotografía de una rubia tetona y desnuda. Mi compañero tenía en las manos un libro cuyo título era Fanny Hill y como aquella foto tenía muchas más. Con mucho gusto nos hubiéramos quedado todo el tiempo necesario hasta memorizar todas esas imágenes pero el que cuidaba ese puesto de venta notó que algo raro estaba pasando, se nos acercó y con cara de culo nos preguntó: ¿puedo ayudarles en algo? Mi compañero devolvió el libro a su sitio, le respondió que nada, y nos fuimos, de ese puesto y de la feria, avergonzados y emocionados a la vez con la experiencia. Eran las 2 de la tarde.
Mi interés por la literatura crecería durante la secundaria y se haría definitivo en mis años en la Universidad Nacional de Ingeniería (o UNI para los amigos). Uno pensaría que literatura e ingeniería no tienen relación pero es que me fue tan mal ahí (malas calificaciones y sin amigos) que en mi búsqueda de algún paliativo la literatura resultó ser la ruta de escape ideal para mi mente. Eso me llevó a querer expandir mi biblioteca cuyos libros los podía contar con los dedos de una mano. Esta vez el destino estuvo de mi lado porque en paralelo el diario El Comercio comenzó a publicar semanalmente una colección de Literatura Peruana en una edición mucho más amigable para los bolsillos que las de librerías, ahorrándose un poco en la calidad del papel y la impresión e incluso en el arte de las tapas porque todas eran muy similares: solo una mezcla abstracta de colores, sin dibujos ni fotografías. Cualquiera podría confundirse con esas tapas y yo soy la prueba de ello. Tenía un grato recuerdo de mi lectura de “Un Mundo para Julius” en el colegio que el primer libro de mi lista a comprar de la colección (porque tampoco me iba a alcanzar la plata para comprar los 20 y tantos en total) fue “La Vida Exagerada de Martín Romaña” del mismo autor, Alfredo Bryce Echenique. Al momento de hacerlo, emocionado por ese pequeño paso para el hombre pero un gran paso para mi biblioteca, no revisé el libro que el vendedor del kiosko me entregaba luego de que yo le señalara lo que quería diciéndole nada más que “ese libro, por favor”. Llegué a mi casa, saqué el libro de su empaque y descubrí con gran decepción que por mi apuro había comprado “Los Últimos Días de La Prensa” de Jaime Bayly. Afortunadamente resultó ser una buena novela. Con mucho esfuerzo, y rezando para que “La Vida Exagerada...” no se agotara, pude juntar las moneditas suficientes para comprarla una semana después. No tuve la misma suerte más adelante con “Conversación en La Catedral” de Mario Vargas Llosa. No tenía el dinero en sus días de salida y para cuando tuve la plata el libro ya había desaparecido de todos los kioskos.
¿Pero qué tiene que ver todo esto con la feria? Pues que esos libros, en especial el de Vargas Llosa, se convertirían en los siguientes años en mi principal motivación para ir a la feria. El Comercio tenía ahí su puesto de venta y los libros de sus colecciones podían conseguirse a menor precio. Lamentablemente nunca encontraría “Conversación en la Catedral”, esa edición específica al menos, ni ahí ni en el stand de El Aleph, otro de mis favoritos, donde sólo vendían libros de segunda mano y que mucho contribuyó al crecimiento de mi biblioteca. Era todo un caso comprar ahí y en general en los puestos que ofrecían libros usados y baratos porque era donde la gente se acumulaba más y había que contornearse de formas inimaginables para pasar entre la gente sin incomodar a nadie. Claro que nunca faltaban los que te empujaban “educadamente” con un “permiso, por favor” de por medio. Tampoco faltaban los inamovibles que se tomaban todo el tiempo del mundo en revisar un libro dificultando el tránsito de las personas que de pie o en cuclillas hacían todo lo posible por buscar y encontrar sus libros más deseados. Son situaciones incómodas pero tienen algo de adrenalina que las hacen emocionantes también. Yo prefería mil veces estar “peleándome” con esas personas en vez de estar en la UNI sufriendo en clases en las que no entendía nada. Mi situación académica se me hizo tan insoportable al punto que empecé a faltar a clases y esas horas las pasaba recorriendo (cuando no había feria) librerías, supermercados, centros comerciales o cualquier lugar donde hubiera libros y los pudiera revisar con cierta tranquilidad (y evitando bibliotecas como tal porque hasta entonces mi experiencia con ellas había sido bien restrictiva: los libros permanecían ocultos, los títulos solo se podían consultar en bases de datos, y la burocracia correspondiente dificultaba más la cosas). Tres en total fueron mis semestres en la UNI antes de que saliera por la puerta trasera. La universidad San Martín fue mi siguiente destino.
La FIL también pasaría por cambios. El 2003 fue el último año que se realizó la Feria del Hogar y la del Libro pasó a ocupar su horario de fiestas patrias pero con un espacio reducido por la venta de la mitad del terreno para la construcción de un centro comercial. Pero la parte que daba hacia la avenida La Marina, o sea que la feria estaba en la parte posterior y había que caminar varias cuadras para llegar a ella dándole vuelta al recinto, o tomar el bus gratuito que los organizadores tuvieron la buena idea de poner a disposición del público: tomabas el bus en la avenida y en menos de 5 minutos ya estabas en la entrada de la feria en donde el ticket costaba ahora 1 sol. Fue durante esta época que por primera vez escuché y vi en persona a un escritor dar una conferencia sobre su oficio y de ese mismo escritor, Bryce Echenique, conseguiría un autógrafo también. Un par de años después sucedió lo inevitable y el resto del terreno fue vendido para la edificación de una residencial de departamentos y con ello vinieron los años itinerantes de la feria por los distritos de Surco y San San Borja, distritos que están mucho más lejos de mi casa que San Miguel por lo que se me hizo difícil asistir a esas ediciones. Igual no falté pero mi mente estaba en otra parte: se acercaba el fin de mi carrera universitaria, los estudios se volvían más intensos, y las preocupaciones por futuras opciones laborales hicieron que esos años en la feria fueran para mí nada memorables, y mi relación con la literatura se enfrió bastante en general. Menos horas dedicadas a la libros y más a encontrar trabajo parecieron dar fruto cuando el 2009 encuentro mi trabajo soñado y con mayor razón la literatura pasó a segundo plano. Más de un año después estaba desilusionado de mi trabajo soñado (hacer videojuegos es extremadamente difícil) y empeorando las cosas llevaba 27 años encima. Faltando tan poco para cumplir 30, edad en la que se supone uno ya debe tener las cosas claras, sentía una desorientación total.
La literatura se manifestaría otra vez como mi salvadora emocional y otra vez también mediante la FIL. Me enteré de casualidad que ese año, 2010, la feria se realizaría en el parque de Los Próceres y lo tomé como una buena señal porque podía ir a pie desde mi centro de labores. El día de la inauguración salí del trabajo a las 6:30 pm, llegué a la feria a las 7, pagué mi entrada que ahora era 5 soles y adentro, con unos minutos de recorrido, puede que la falsa sensación de no haber ido en años afectara mi percepción porque todo lo vi más grande: la cantidad de libros y el espacio. Hacía mucho que no me emocionaba así y mejor aún ahora que contaba con un sueldo que, sin ser estelar, me permitiría comprar más libros que antes. Si en el pasado en las 2 semanas que dura la feria compraba a lo mucho 5, aquel día regresé a casa con unos 10, entre ellos otra edición económica de “Conversación en La Catedral” de El Comercio. O sea que en vez de buscar soluciones a mis problemas decidí ahogar mis penas en libros. Tal vez no fue lo correcto pero me ha hecho tanto bien la literatura esta última década que tampoco puedo arrepentirme del todo. Y es una pena que en el décimo aniversario de aquel evento la FIL 2020 tenga que ser virtual por la pandemia, aunque tengo que aceptar que desde hace un par de ediciones la magia se ha perdido un poco, y no por culpa de la feria sino mía, como consecuencia de haber “completado” mi biblioteca. Me refiero al hecho de haber logrado conseguir prácticamente todos los libros que alguna vez me hayan interesado leer. Por supuesto nuevos libros van a seguir apareciendo pero suelo comprar solo aquellos que hayan pasado la prueba del tiempo y ya se les pueda considerar clásicos. Tampoco es culpa de la feria la frustración creciente que he sentido los últimos años al no encontrar una respuesta satisfactoria a la pregunta que siempre resuena en mi cabeza al momento de pasear por sus instalaciones: ¿cuándo veré mi nombre en alguno de esos puestos de venta? Supongo que antes de eso primero tengo que escribir algo que valga la pena.