jueves, 26 de noviembre de 2020

Acerca del ajedrez, The Queen's Gambit y yo



Empecé a jugar ajedrez en serio a mediado de los 90 cuando estaba en sexto grado de primaria, por necesidad más que por otra cosa: necesitaba una actividad extracurricular para poder postular a una beca en mi colegio y siendo yo un cero a la izquierda en fútbol, vóley y deportes de ese tipo, mi destino final, ya por descarte, fue el llamado deporte ciencia. Meses después, cuando ya participaba de torneos, de casualidad vi la repetición de un episodio de la serie Salvado por la Campana (una comedia sobre la vida de unos adolescentes en una secundaria de los Estados Unidos) y en él sucedieron dos cosas muy curiosas. Días previos a un importante match de ajedrez, uno de los protagonistas de la serie, y el mejor jugador de su colegio, Screech, tiene una especie de careo con el que sería su rival y en el que ambos presumen de las aperturas (la secuencia inicial de movimientos) que van a usar, o, que es lo mismo, de antemano revelan sus estrategias… Primer sinsentido. El segundo es que el match se juega ante decenas de personas que no dejan de alentar… Y no hay que ser un experto para saber que los torneos de ajedrez se realizan en medio de un silencio casi absoluto.

Fueron dos sinsentidos que a la vez me causaron gracia e irritación pero tengo que aceptar que hubieron momentos en los que realmente deseé una tribuna aplaudiendo mis triunfos, o al menos un número importante de gente interesada en lo que sucedía en cada match. Claro, ganar debía ser satisfacción suficiente pero cuando se es adolescente uno anda confundido sin saber bien lo que quiere, y añadiendo más confusión al asunto estaba el hecho de que mientras ganaba más partidas los patanes que nunca faltan, “fans”  incondicionales atentos a mis resultados, me ridiculizaban más. Terrible... Pero ¿qué es peor? Ese tipo de atención o ninguna de los demás. Un ejemplo de esto último pasó en un partido de voley entre mi colegio y otro en un torneo interescolar. Fuimos a alentar (muchos por obligación) alumnos, papás, mamás, familiares, etc., y formamos una hinchada más que respetable teniendo en cuenta que jugábamos como visitantes. Cuando conseguimos el punto ganador toda esa hinchada corrió de las tribunas a la cancha para celebrar con los jugadores. Yo, en el medio de la cancha (llegué ahí a empujones) no entendía nada y tampoco al día siguiente durante los anuncios matutinos del colegio cuando explotaron los aplausos y gritos con la noticia de esa victoria… Habíamos quedado cuarto puesto en esa competencia y si bien era todo un hito para ese equipo que siempre era eliminado en las primeras rondas (lo mismo pasaba con los de futbol y basquetbol) el hecho de que ni siquiera le alcanzara para la medalla de bronce me parecía insuficiente para toda esa celebración, y no pude evitar sentir frustración al recordar las tantas veces que el equipo de ajedrez había conseguido medallas de oro y de plata solo para recibir fríos e indiferentes aplausos de toda esa misma gente que ahora celebraba.

Insertar aquí meme del abuelo Simpson levantando su mano molesto hacia una nube… Sé que debo comprender que a la mayoría el ajedrez le parece aburrido, pero, en fin…

Volviendo a las medallas, a las mías específicamente, que no te confundan: todas fueron por desempeño de equipo y no individual así que ninguno de esos premios tuvo mi nombre inscrito. En general, mi “carrera”, que acabó cuando terminé el colegio en 1999, fue decente con tantas victorias como derrotas. Me pasó con el ajedrez lo mismo que en otras actividades que practico, en las que soy medianamente bueno en muchas cosas pero brillante en ninguna. En algún diccionario de seguro esa debe ser la definición de mediocridad y de repente hasta salga mi foto, y me refiero a aquella que apareció en El Comercio (el diario más importante de Perú) acompañando una nota sobre un torneo importante en el que por ningún lado (ni en la nota ni en la foto) aparece mi nombre. 

Con los años tuve tímidos intentos de volver a jugar ajedrez que no pasaron de eso y supongo que esos intentos quedaron registrados en la base de datos de Google porque un día, a mediados del 2018, en Youtube, donde nunca había buscado algo parecido, apareció en mi lista de recomendaciones un video de ajedrez. Fue una rareza tal que me fue imposible no verlo y en un abrir y cerrar de ojos ya llevaba varias horas viendo resúmenes de matches y torneos actuales publicados en ese canal, del youtuber Agadmator. Sintiéndome muy entretenido por un lado, por el otro me sentía desconcertado: no reconocía el nombre de los jugadores ¿Dónde estaban Kasparov, Karpov y mis jugadores favoritos de los 90? Pues en el retiro. Ahora las estrellas eran otras y la máxima de ellas, el campeón mundial, era y lo es el norgueo Magnus Carlsen quien, para finales de ese mismo año, tenía retador para disputar el título, el norteamericano Fabiano Caruana. Por primera vez en mi vida pude seguir un evento como tal en vivo y en directo. Bueno, más o menos. De que era posible, lo era, y si hubiera tenido internet en mi época escolar definitivamente habría tenido la paciencia para ver esas partidas de más de 3 horas donde cada jugador se demora por lo menos 30 minutos para hacer un movimiento. Ahora, adulto e impaciente, solo estuve atento a los resúmenes y análisis posteriores de esas partidas y eso hago en general cuando se trata de ajedrez clásico, porque si es ajedrez blitz o rápido, donde cada jugador tiene un límite entre 5 y 15 minutos respectivamente para hacer todos sus movimientos, disfruto ver de inicio a fin cada uno de esos matches en donde los grandes maestros apurados por el tiempo cometen más errores que de costumbre haciendo el juego más impredecible y emocionante.

Con toda esta motivación encima volví, esta vez sí, a practicar ajedrez. Mi primera intención fue darle un repaso a mis libros, fotococopias y revistas pero “descubrí” con horror que 20 años no pasan en vano y toda esa teoría ya estaba pasada de moda. Por suerte había unas buenas ofertas de libros digitales en Amazon, tal vez demasiadas, porque ganas tuve de comprar una docena y casi lo hago. Reflexioné y comprendí que no iba a tener el tiempo para leer tantos y además ¿cuáles eran mis pretensiones? ¿Ganar torneos, convertirme en profesional? Todo eso sonaba muy estresante y lo que yo quería era divertirme y para eso me bastaba aprender lo suficiente para no hacer el ridículo en el tablero, y si es que eso pasara mejor que no sucediera contra otro ser humano por eso solo he jugado contra apps y sus IA (inteligencia artificial) ajustándoles su dificultad a mi nivel amateur. Después de todo una IA no se va a burlar de mí (en unos años quién sabe). Si tan solo hubiera tenido a la mano este “compañero” de juego hace unas décadas. Traté en aquella época lejana de incentivar el ajedrez en unos primos y amigos cercanos porque más allá de mis compañeros de equipo de colegio y los torneos ocasionales no tenía con quien jugar. El único que no me mandó al carajo fue mi amigo y vecino Hector quien rápidamente empezó a demostrar cierto talento natural, pero para mi mala suerte, justo cuando nuestras partidas empezaban a ponerse interesantes y reñidas tuvo que mudarse a los Estados Unidos con su familia, no sin antes dejar para la posteridad su celebración a gritos por la única vez que me ganó en la que salió corriendo por los alrededores de su casa y la mía.

Entonces este 2020 llegó la pandemia y la cuarentena, y entre las pocas cosas que me han dado gusto durante este tiempo está la popularidad ganada por el ajedrez. Muchas personas han descubierto que es una actividad ideal para practicar dentro de 4 paredes y en línea sin muchas complicaciones previas: todos tienen un set de ajedrez en sus casas, las reglas son fáciles de aprender, y no se necesita una super computadora ni un super celular para ejecutar el software necesario. Las complicaciones suceden en el tablero pero eso ya es parte de la emoción del juego en sí porque todo está ahí sobre esas 64 casillas. Es un combate transparente: acá no hay barajas boca abajo o zonas del mapa ocultos y no hay nada al azar; todo está a la vista del jugador y ya depende de su capacidad de encadenar los movimientos de sus piezas para hacer daño tratando a su vez de anticipar las respuestas de su oponente. Y si a esto le sumamos un angustiante límite de tiempo, como sucede en la gran mayoría matches que se juegan por internet, lo que se tiene es una combinación ganadora en la que están participando desde tu vecino hasta tu “influencer” o “streamer” favorito. Las estadísticas lo demuestran y un buen ejemplo es el caso de Agadmator, quien cuando supe de él en el 2018 tenía poco más de 100 mil suscriptores. En estos meses esta cifra se ha disparado y ya está cerca del millón.

Por supuesto la cereza del pastel es The Queen's Gambit. Una completa sorpresa para mí. No sabía que estaba en producción, no había visto los trailers, no sabía que existía el libro, y de pronto la veo aparecer en Netflix. Al comienzo no le presté atención porque supuse que sería tan mala como aquel episodio de Salvado por la Campana, hasta que en mis redes sociales los ajedrecistas que sigo empezaron a elogiarla y lo mismo hicieron críticos y gente que reconocían no saber nada de ajedrez. ¿Y la reacción general del público? Pues ya desde hace semanas la serie está entre las más populares de Netflix a nivel mundial. Entonces empecé a verla con un poco de temor porque con un hype así de grande siempre temo que me voy a desilusionar al final. No fue así. Me ví los 7 episodios (de una hora cada uno) de golpe y me alegró estar de acuerdo con los elogios y las reseñas positivas. Fue en especial reconfortante comprobar que al ajedrez como tal se le trataba con respeto, claro que no podían faltar las exageraciones e inexactitudes con el afán de agregarle más intensidad a las situaciones, pero ninguna irritante como aquel episodio de tv, además que si de exageraciones se trata, yo que disfruto de animes deportivos como Supercampeones, pues, bienvenidas sean. Lo que no es una exageración lo buena que es la historia teniendo en cuenta que recae casi en su totalidad sobre Elizabeth Harmon. Esto parece obvio tratándose ella de la protagonista pero a lo que me refiero es que los personajes secundarios tienen poco que contar y sirven más como recursos narrativos para reforzar la historia de ella. Fue un riesgo de los escritores que pagó frutos gracias en parte a la personalidad de Beth y su presencia magnética que lejos de cansar motivan a uno a querer verla en pantalla el mayor tiempo posible, lo que afortunadamente sucede. Y mucho tiene que ver con esto es la interpretación de la actriz Anya Taylor-Joy. 

Qué bueno fuera que la historia fuera real y es que lamentablemente todavía no ha habido una campeona mundial de ajedrez absoluta, pero va a llegar, estoy seguro, más temprano que tarde, y quien sabe, tal vez sea una de las tantas mujeres influenciadas directa o indirectamente por la serie y que según las estadísticas se han sumado reciéntemente a la práctica de ajedrez. Y termino con una estadística personal: en torneos solo me he enfrentado a dos mujeres en toda mi vida con el saldo de una victoria y una derrota.


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viernes, 4 de septiembre de 2020

Acerca de la Feria del Libro de Lima y yo



Se había acabado el paseo escolar por el Parque de las Leyendas (el zoológico local) y los profesores a cargo nos dieron permiso para ir a nuestras casas. Era la 1 de la tarde y las clases solían terminar a las 2 así que tres de mis compañeros de aula (del segundo de secundaria) y yo decidimos aprovechar esa hora y perder el tiempo por los alrededores. Deambulando por las calles del distrito de San Miguel cruzamos la avenida La Marina y llegamos al centro de convenciones donde se realizaba, entre Julio y Agosto (período de fiestas patrias) la Feria del Hogar, evento que reunía juegos mecánicos, comida, música, en fin, una feria en el sentido más tradicional. El año era 1996, el mes no lo recuerdo y había un evento celebrándose pero no era la Feria del Hogar, era la Feria Internacional del Libro de Lima (o FIL resumiendo). Fue producto de la casualidad, no teníamos idea  de lo que estaba pasando pero el anuncio de que la entrada era gratuita fue suficiente motivación para que entráramos a curiosear. Esa es la palabra exacta, “curiosear”, porque ninguno de los 4, adolescentes de 13 y 14 años, teníamos mucho interés por la literatura por aquel entonces. Nuestro tranquilo recorrido hojeando libros ya iba por los 30 minutos hasta que uno de mis compañeros soltó un gritito lo suficientemente alto para que el resto de nosotros le prestáramos atención sin causar alarma alrededor. Volteamos a verlo y mis ojos, así como los del resto supongo, se encontraron de pronto con la fotografía de una rubia tetona y desnuda. Mi compañero tenía en las manos un libro cuyo título era Fanny Hill y como aquella foto tenía muchas más. Con mucho gusto nos hubiéramos quedado todo el tiempo necesario hasta memorizar todas esas imágenes pero el que cuidaba ese puesto de venta notó que algo raro estaba pasando, se nos acercó y con cara de culo nos preguntó: ¿puedo ayudarles en algo? Mi compañero devolvió el libro a su sitio, le respondió que nada, y nos fuimos, de ese puesto y de la feria, avergonzados y emocionados a la vez con la experiencia. Eran las 2 de la tarde.

Mi interés por la literatura crecería durante la secundaria y se haría definitivo en mis años en la Universidad Nacional de Ingeniería (o UNI para los amigos). Uno pensaría que literatura e ingeniería no tienen relación pero es que me fue tan mal ahí (malas calificaciones y sin amigos) que en mi búsqueda de algún paliativo la literatura resultó ser la ruta de escape ideal para mi mente. Eso me llevó a querer expandir mi biblioteca cuyos libros los podía contar con los dedos de una mano. Esta vez el destino estuvo de mi lado porque en paralelo el diario El Comercio comenzó a publicar semanalmente una colección de Literatura Peruana en una edición mucho más amigable para los bolsillos que las de librerías, ahorrándose un poco en la calidad del papel y la impresión e incluso en el arte de las tapas porque todas eran muy similares: solo una mezcla abstracta de colores, sin dibujos ni fotografías. Cualquiera podría confundirse con esas tapas y yo soy la prueba de ello. Tenía un grato recuerdo de mi lectura de “Un Mundo para Julius” en el colegio que el primer libro de mi lista a comprar de la colección (porque tampoco me iba a alcanzar la plata para comprar los 20 y tantos en total) fue “La Vida Exagerada de Martín Romaña” del mismo autor, Alfredo Bryce Echenique. Al momento de hacerlo, emocionado por ese pequeño paso para el hombre pero un gran paso para mi biblioteca, no revisé el libro que el vendedor del kiosko me entregaba luego de que yo le señalara lo que quería diciéndole nada más que “ese libro, por favor”. Llegué a mi casa, saqué el libro de su empaque y descubrí con gran decepción que por mi apuro había comprado “Los Últimos Días de La Prensa” de Jaime Bayly. Afortunadamente resultó ser una buena novela. Con mucho esfuerzo, y rezando para que  “La Vida Exagerada...” no se agotara, pude juntar las moneditas suficientes para comprarla una semana después. No tuve la misma suerte más adelante con “Conversación en La Catedral” de Mario Vargas Llosa. No tenía el dinero en sus días de salida y para cuando tuve la plata el libro ya había desaparecido de todos los kioskos.

¿Pero qué tiene que ver todo esto con la feria? Pues que esos libros, en especial el de Vargas Llosa, se convertirían en los siguientes años en mi principal motivación para ir a la feria. El Comercio tenía ahí su puesto de venta y los libros de sus colecciones podían conseguirse a menor precio. Lamentablemente nunca encontraría “Conversación en la Catedral”, esa edición específica al menos, ni ahí ni en el stand de El Aleph, otro de mis favoritos, donde sólo vendían libros de segunda mano y que mucho contribuyó al crecimiento de mi biblioteca. Era todo un caso comprar ahí y en general en los puestos que ofrecían libros usados y baratos porque era donde la gente se acumulaba más y había que contornearse de formas inimaginables para pasar entre la gente sin incomodar a nadie. Claro que nunca faltaban los que te empujaban “educadamente” con un “permiso, por favor” de por medio. Tampoco faltaban los inamovibles que se tomaban todo el tiempo del mundo en revisar un libro dificultando el tránsito de las personas que de pie o en cuclillas hacían todo lo posible por buscar y encontrar sus libros más deseados. Son situaciones incómodas pero tienen algo de adrenalina que las hacen emocionantes también. Yo prefería mil veces estar “peleándome” con esas personas en vez de estar en la UNI sufriendo en clases en las que no entendía nada. Mi situación académica se me hizo tan insoportable al punto que empecé a faltar a clases y esas horas las pasaba recorriendo (cuando no había feria) librerías, supermercados, centros comerciales o cualquier lugar donde hubiera libros y los pudiera revisar con cierta tranquilidad (y evitando bibliotecas como tal porque hasta entonces mi experiencia con ellas había sido bien restrictiva: los libros permanecían ocultos, los títulos solo se podían consultar en bases de datos, y la burocracia correspondiente dificultaba más la cosas). Tres en total fueron mis semestres en la UNI antes de que saliera por la puerta trasera. La universidad San Martín fue mi siguiente destino.

La FIL también pasaría por cambios. El 2003 fue el último año que se realizó la Feria del Hogar y la del Libro pasó a ocupar su horario de fiestas patrias pero con un espacio reducido por la venta de la mitad del terreno para la construcción de un centro comercial. Pero la parte que daba hacia la avenida La Marina, o sea que la feria estaba en la parte posterior y había que caminar varias cuadras para llegar a ella dándole vuelta al recinto, o tomar el bus gratuito que los organizadores tuvieron la buena idea de poner a disposición del público: tomabas el bus en la avenida y en menos de 5 minutos ya estabas en la entrada de la feria en donde el ticket costaba ahora 1 sol. Fue durante esta época que por primera vez escuché y vi en persona a un escritor dar una conferencia sobre su oficio y de ese mismo escritor, Bryce Echenique, conseguiría un autógrafo también. Un par de años después sucedió lo inevitable y el resto del terreno fue vendido para la edificación de una residencial de departamentos y con ello vinieron los años itinerantes de la feria por los distritos de Surco y San San Borja, distritos que están mucho más lejos de mi casa que San Miguel por lo que se me hizo difícil asistir a esas ediciones. Igual no falté pero mi mente estaba en otra parte: se acercaba el fin de mi carrera universitaria, los estudios se volvían más intensos, y las preocupaciones por futuras opciones laborales hicieron que esos años en la feria fueran para mí nada memorables, y mi relación con la literatura se enfrió bastante en general. Menos horas dedicadas a la libros y más a encontrar trabajo parecieron dar fruto cuando el 2009 encuentro mi trabajo soñado y con mayor razón la literatura pasó a segundo plano. Más de un año después estaba desilusionado de mi trabajo soñado (hacer videojuegos es extremadamente difícil) y empeorando las cosas llevaba 27 años encima. Faltando tan poco para cumplir 30, edad en la que se supone uno ya debe tener las cosas claras, sentía una desorientación total.

La literatura se manifestaría otra vez como mi salvadora emocional y otra vez también mediante la FIL. Me enteré de casualidad que ese año, 2010, la feria se realizaría en el parque de Los Próceres y lo tomé como una buena señal porque podía ir a pie desde mi centro de labores. El día de la inauguración salí del trabajo a las 6:30 pm, llegué a la feria a las 7, pagué mi entrada que ahora era 5 soles y adentro, con unos minutos de recorrido, puede que la falsa sensación de no haber ido en años afectara mi percepción porque todo lo vi más grande: la cantidad de libros y el espacio. Hacía mucho que no me emocionaba así y mejor aún ahora que contaba con un sueldo que, sin ser estelar, me permitiría comprar más libros que antes. Si en el pasado en las 2 semanas que dura la feria compraba a lo mucho 5, aquel día regresé a casa con unos 10,  entre ellos otra edición económica de “Conversación en La Catedral” de El Comercio. O sea que en vez de buscar soluciones a mis problemas decidí ahogar mis penas en libros. Tal vez no fue lo correcto pero me ha hecho tanto bien la literatura esta última década que tampoco puedo arrepentirme del todo. Y es una pena que en el décimo aniversario de aquel evento la FIL 2020 tenga que ser virtual por la pandemia, aunque tengo que aceptar que desde hace un par de ediciones la magia se ha perdido un poco, y no por culpa de la feria sino mía, como consecuencia de haber “completado” mi biblioteca. Me refiero al hecho de haber logrado conseguir prácticamente todos los libros que alguna vez me hayan interesado leer. Por supuesto nuevos libros van a seguir apareciendo pero suelo comprar solo aquellos que hayan pasado la prueba del tiempo y ya se les pueda considerar clásicos. Tampoco es culpa de la feria la frustración creciente que he sentido los últimos años al no encontrar una respuesta satisfactoria a la pregunta que siempre resuena en mi cabeza al momento de pasear por sus instalaciones: ¿cuándo veré mi nombre en alguno de esos puestos de venta? Supongo que antes de eso primero tengo que escribir algo que valga la pena.


jueves, 23 de julio de 2020

Acerca de The Toy That Made Us



Ver The Toys That Made Us ha sido una especie de viaje a tiempos no vividos, aunque suene cursi decirlo así. Lo digo porque esta serie documental de Netflix acerca de juguetes clásicos menciona a varios que han sido contemporáneos a mi niñez pero con los que no pude jugar mucho porque ninguno fue de mi propiedad, no quedándome otra que atesorar los breves minutos en los que mis amigos me prestaban algunos de los suyos. No eran artículos baratos y en mi casa la plata era principalmente para las cosas básicas y esenciales, y los juguetes como que no encajaban en esas categorías, mucho menos los que estaban de moda, y ni hablar de originales; los poco que tenía eran de imitación.
Son hasta el momento 12 episodios, una franquicia por episodio, cada uno de 50 minutos, y no podía faltar el dedicado a los Lego, que mucha relación tienen con mis juguetes de imitación. Los que yo tenía se llamaban Playgos y con ese nombre cualquiera pensaría que se trataba de una copia pirata pero en verdad no era así. Entra las cosas que aprendí del episodio de Lego, a parte de provenir de Dinamarca, es que las patentes tienen tiempo de expiración y la suya, de bloques con ranuras y enganches para crear estructuras más grandes, ya expiró hace mucho así que ahora cualquier fabricante puede crear su propia versión. O sea que mis Playgos eran legales, y muy divertidos también, pero definitivamente no eran Lego. Es algo que noté cuando a Héctor, un vecino y amigo de mi niñez, un tío suyo que vivía en los Estados Unidos le envió un par de sets y al momento de hacer la inevitable comparación mis humildes y regordetes bloques palidecían ante los suyos más estilizados. Recuerdo que Héctor me decía que en cualquier momento se iba a mudar con la familia que tenía allá, en Estados Unidos, y que lo primero que iba a ser era enviarme unos Legos. Lamentablemente esa mudanza no sucedió sino hasta que ya pasábamos los 12 años, edad a la que los juguetes ya no llaman la atención. Igual yo sigo esperando ese envío…
Los que sí eran imitación de la mala eran mis muñecos de He-Man, otra de las franquicias que tiene su respectivo episodio, todos estos de estructura convencional, es decir, que se recorre cronológicamente la historia de cada producto, desde sus orígenes hasta su situación actual. Tuve un He-Man y un Squeletor cuyos nombres y colores no coincidían para nada con los de la serie animada y tenía que tener mucho cuidado al jugar con ellos porque algún brazo o pierna se les caía a cada rato y no fuera a pasar que esas partes terminaran por los aires y extraviandose para siempre.
Pero mi verdadera obsesión durante esos años fueron los Transformers, la primera generación. Llegaron a la televisión peruana a finales de los 80, fueron un boom de inmediato, salieron a la venta los juguetes, y todos tenían uno menos yo. Mi amigo Héctor tenía el suyo e incluso Sara, una compañerita del nido, también. Sin estar consciente de ello Sara estaba rompiendo con varios estereotipos, claro que eso tuvo como consecuencia que las otras niñas del nido, hartas de escuchar de Optimus Prime, Megatrón y compañía, no quisieran jugar con ella en los recreos, así que Sara jugaba con nosotros, los varones y nuestros juguetes de acción, y todos felices y contentos, especialmente yo porque ella me gustaba y terminó convirtiéndose en mi primer “crush”. Entonces a estas alturas es obvio que el primer episodio que vi de The Toys…  fue el de Transformers, y mi intención fue ver ese nada más pero me gustó tanto la mezcla de información con humor y el nivel de producción que me animé a ver otros sin seguir el orden numérico sino guiándome de mis preferencias. Y cuando acabé con los juguetes con los que tenía alguna identificación ya no paré hasta ver todos los episodios, incluso aquellos que no me despertaban inicialmente mucho interés y aún así la pasé muy bien aprendiendo sobre, por ejemplo, Hello Kitty y los Power Rangers.
En la actualidad no sé cómo será la relación de los niños con los juguetes teniendo en cuenta el avance de la tecnología. Ya desde la época de mi niñez (finales de los 80, inicio de los 90)  como que rápidamente empezamos a olvidarnos de los juguetes para concentrarnos más en los videojuegos (aparecía el Super Nintendo por aquel entonces), y ahora que existen los celulares, internet y otros medios de entretenimiento, no me quiero imaginar que andarán pidiéndole los niños a sus padres para cumpleaños y navidades. Preocupación que ya adulto y sin hijos no es la mía pero sí la de mi novia quien sabe que sí o sí en alguna celebración importante tiene que regalarme algún Transformer, y tal vez así, poco a poco, llegue a tener una colección digna de mostrar como las que aparecen en los créditos al final de cada episodio de The Toy That Made Us.


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miércoles, 20 de mayo de 2020

Acerca de Community



La pizza ha llegado, la puerta automática no funciona, alguien tiene que bajar las escaleras a recoger la entrega. El resultado del lanzamiento de un dado (de 6 lados) decidirá quién del grupo será el elegido, pero Abed advierte que eso quiere decir que están a punto de crearse 6 universos paralelos, uno por cada posible elegido que le toque recoger la pizza. Esa es la premisa del episodio “Remedial Chaos Theory”, la serie ya va por su tercera temporada y todavía sigue sorprendiendo, porque uno no imaginaría que “universos paralelos” sería uno de los temas de Community (2009 - 2015), una comedia de televisión que trata del día a día de 7 estudiantes de la universidad Greendale la cual en esencia es como cualquier otra.
Pero es la ideal para los que asisten a ella: alumnos, profesores y autoridades; todos “perdedores adorables” cuya mala suerte o pobres decisiones pasadas les impiden acceder a un sitio de mayor prestigio. De esos “perdedores” los más “adorables” son los estudiantes conocidos como “los 7 de Greendale”, un septeto de los más heterogéneo en cuestiones de edad, intereses y creencias. (De izquierda a derecha) Están la anarquista Britta Perry (28 años), quien vive preocupada por el abuso de poder de corporaciones y gobernantes. La dulce Annie Edison (18 años), la más estudiosa e inocente, siempre busca hacer lo moralmente correcto. El casi robótico Abed Nadir (24 años, mi personaje favorito), un fanático de la cultura pop quien no puede vivir sin relacionar lo que sucede a su alrededor con algo que haya visto en alguna película o serie de tv. El atlético Troy Barnes (19 años), crédulo y el más escandaloso cuando las cosas se salen de control. El sarcástico Jeff Winger (34 años), un abogado venido a menos, galán y líder nato. La maternal Shirley Bennet (38 años), ferviente cristiana, ama de casa y la única con hijos. Y el disonante Pierce Hawthorne (64 años), un millonario prejuicioso y de mentalidad controversialmente anticuada. Estas diferencias pondrán en riesgo más de una vez la integridad del grupo pero a su vez contribuirán al crecimiento personal de cada uno de ellos por lo que a la larga la amistad se impondrá sobre cualquier dificultad convirtiéndolos en una familia, aunque eso sí, bastante disfuncional. Es esta disfuncionalidad el motor de la serie, el catalizador para que partiendo de situaciones cotidianas escalen rápidamente a situaciones épicamente absurdas, en las que mucho tienen que ver también otros personajes secundarios, como el psicótico profesor de Español, Ben Chang, un ser de amistad o enemistad impredecible hacia el grupo; y el decano Craig Pelton, la mayor autoridad de Greendale que lejos de adquirir una aptitud que transmita miedo prefiere, cuando va a dar un anuncio importante, disfrazarse de algún personaje (preferiblemente femenino) que esté relacionado con sus comunicados.
La búsqueda de un lapicero perdido evoluciona en un encierro y en una guerra de acusaciones en una sala de estudio. La escasez de alitas de pollo frito en el comedor se convierte en un drama de gangsters y mafias. Una noche de pizza sirve de pretexto para explorar la influencia que un dado puede ejercer sobre el destino de cada uno... Son solo 3 ejemplos de lo que cada episodio (son más de 100) puede ofrecer, y si el tema de universos paralelos suena familiar para los fans de Rick And Morty es porque ambas series comparten creador, Dan Harmon. Y trabajando con él, como productores y directores de muchos episodios de Community, se encuentran los hermanos Russo, responsables en la actualidad de las películas de Avengers. Es una muestra del talento que está detrás de cámaras en donde destaca especialmente el trabajo de los escritores, que si bien es cierto que los finales de episodio pueden ser algo predecibles por sus discursos aleccionadores y moralejas incluídos, está más que compensando por lo intrincado e insospechado que puede ser el tramo intermedio de la historia entre los primeros minutos y los últimos, y por su humor meta (parodias, homenajes, rupturas de la cuarta pared) e irreverente. Todo gracias a la escritura la que también “salva” a aquellos episodios que no siendo tan buenos cuentan siempre con los diálogos e interacciones entrañables entre los personajes. Estos no tan buenos episodios, una rareza en las 3 primeras excelentes temporadas, son más comunes en las 3 siguientes en donde la calidad de la serie sufre altibajos debido a problemas de rating, conflictos entre ejecutivos, creadores y actores, y al alejamiento de la serie de personas claves.
Una razón extra por la que Community me gusta tanto es por la nostalgia que me produce al hacerme recordar mi época universitaria: los amigos, las salas de estudio, las tareas grupales, la convivencia dentro de las instalaciones de la facultad… claro que ya hubiera querido que mi tiempo en la universidad hubiese sido tan alocado como lo vivido por los estudiantes de Greendale.

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martes, 4 de febrero de 2020

Acerca de "Rayuela" de Julio Cortázar




Rayuela es Horacio Oliveira y Oliveira es el buscavidas más intelectual del mundo. Apenas tiene techo y comida pero su mayor preocupación está en satisfacer las necesidades de su intelecto, en París o en Buenos Aires (su ciudad natal), las dos capitales en las que reside y que queda registrado en las dos primeras partes de la novela, “Del Lado de Allá” y “Del Lado de Acá” respectivamente. Leído así, primero una parte y luego otra, capítulo tras capítulo siguiente, el lector tendrá toda la información suficiente sobre la historia de la novela pero su autor, Julio Cortázar, ya lo señala en la primera página que existe una segunda forma de lectura y anticipa que hay “más novela” pasada las tres pequeñas estrellas que simbolizan el “final”. Aquello adicional es la tercera parte, “De Otros Lados” que, para que no quede duda, el autor subtitula entre paréntesis como “Capítulos prescindibles”. Y sí que lo son si se piensa leerlos después de las partes que los anteceden: simplemente serían incomprensibles, porque tienen la función específica de entrelazarse con los capítulos de los dos primeras partes para complementarlas a modo de largos epígrafes o para añadirles más a la historia ramificándola y llevando al lector por caminos desconcertantes. Impaciente y aprovechando el “permiso” de Cortázar en mi primera lectura, cuando tenía 18, prescindí de esa tercera parte y me concentré en seguir solo la historia principal. Y quedé satisfecho. Ahora, 20 años después, la leí sin privarme de nada, como fue la verdadera intención de Cortázar, siguiendo el orden de capítulos que él, en la primera página, establece en su Guía de Navegación.
Pero Rayuela es también la Maga, novia de Oliveira en los tiempos de París algo que sorprende por la aparente falta de compatibilidad de caracteres. Mientras que Oliveira vive inmerso en sus dilemas intelectuales, las preocupaciones de la Maga son más terrenales y cotidianas por cuestiones de supervivencia, y más que por ella misma, por su bebé Rocamadour producto de una relación pasada. Igual la Maga mantiene el deseo de aprender de Horacio a la vez que ella se convierte en el ancla a la realidad que él, sin saberlo, necesita. Ese intercambio es la piedra angular de su relación lo que no significa que sea fácil; las diferencias entre ambos son obvias y se hacen más palpables cuando están los dos solos pero menos molestas rodeados de los amigos de Horacio que juntos se hacen llamar el Club de la Serpiente, en donde, reunidos en algún cuartucho parisino, bebiendo vino o mate, fumando centenares de cigarros y escuchando jazz, discuten temas “importantes”: artes, literatura, filosofía… Estas discusiones pueden poner en aprietos al lector porque le exigen reflexión y esto no es casualidad: un tema recurrente en esas reuniones es el análisis de los textos de Morelli, un escritor de culto, y en uno de esos textos el escritor señala su intención de escribir novelas que no sean asimiladas con una simple (pasiva) lectura de parte de lector sino que éste debe participar más. Y a medio camino entre las personalidades y ambiciones de la Maga y los miembros del club están Talita y Traveler, pareja de casados cuya vida humilde pero ordenada se ve alterada por el caos de su viejo amigo Horacio cuando regresa a Bueno Aires.
No es por gusto su título: Rayuela es un juego, la novela es un juego, pero por debajo de su estructura lúdica (párrafos entrecruzados, lenguaje inventado, la guía de navegación, etc.) está una base construida con las técnicas y herramientas de un magnífico narrador, y afortunadamente ese estado puro se manifiesta también por momentos en los que Cortázar deja de lado artificios y experimentos y desarrolla la historia con una narración tradicional, usando su voz o la de otros personajes  como en los eventos alrededor de un recital de piano (capítulo 23) o en la carta de la Maga a Rocamadour (capítulo 32). Los matices y sutilezas están ahí, escondidas tras una bruma que tal vez solo sea posible despejar del todo con varias relecturas que no deben tomarse como si se tratara de una pesada tarea académica sino como una promesa de que hay sorpresas por descubrir. Ya es cuestión de hallarles el tiempo suficiente a sus casi 600 páginas pero vale la pena.

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