Empecé a jugar ajedrez en serio a mediado de los 90 cuando estaba en sexto grado de primaria, por necesidad más que por otra cosa: necesitaba una actividad extracurricular para poder postular a una beca en mi colegio y siendo yo un cero a la izquierda en fútbol, vóley y deportes de ese tipo, mi destino final, ya por descarte, fue el llamado deporte ciencia. Meses después, cuando ya participaba de torneos, de casualidad vi la repetición de un episodio de la serie Salvado por la Campana (una comedia sobre la vida de unos adolescentes en una secundaria de los Estados Unidos) y en él sucedieron dos cosas muy curiosas. Días previos a un importante match de ajedrez, uno de los protagonistas de la serie, y el mejor jugador de su colegio, Screech, tiene una especie de careo con el que sería su rival y en el que ambos presumen de las aperturas (la secuencia inicial de movimientos) que van a usar, o, que es lo mismo, de antemano revelan sus estrategias… Primer sinsentido. El segundo es que el match se juega ante decenas de personas que no dejan de alentar… Y no hay que ser un experto para saber que los torneos de ajedrez se realizan en medio de un silencio casi absoluto.
Fueron dos sinsentidos que a la vez me causaron gracia e irritación pero tengo que aceptar que hubieron momentos en los que realmente deseé una tribuna aplaudiendo mis triunfos, o al menos un número importante de gente interesada en lo que sucedía en cada match. Claro, ganar debía ser satisfacción suficiente pero cuando se es adolescente uno anda confundido sin saber bien lo que quiere, y añadiendo más confusión al asunto estaba el hecho de que mientras ganaba más partidas los patanes que nunca faltan, “fans” incondicionales atentos a mis resultados, me ridiculizaban más. Terrible... Pero ¿qué es peor? Ese tipo de atención o ninguna de los demás. Un ejemplo de esto último pasó en un partido de voley entre mi colegio y otro en un torneo interescolar. Fuimos a alentar (muchos por obligación) alumnos, papás, mamás, familiares, etc., y formamos una hinchada más que respetable teniendo en cuenta que jugábamos como visitantes. Cuando conseguimos el punto ganador toda esa hinchada corrió de las tribunas a la cancha para celebrar con los jugadores. Yo, en el medio de la cancha (llegué ahí a empujones) no entendía nada y tampoco al día siguiente durante los anuncios matutinos del colegio cuando explotaron los aplausos y gritos con la noticia de esa victoria… Habíamos quedado cuarto puesto en esa competencia y si bien era todo un hito para ese equipo que siempre era eliminado en las primeras rondas (lo mismo pasaba con los de futbol y basquetbol) el hecho de que ni siquiera le alcanzara para la medalla de bronce me parecía insuficiente para toda esa celebración, y no pude evitar sentir frustración al recordar las tantas veces que el equipo de ajedrez había conseguido medallas de oro y de plata solo para recibir fríos e indiferentes aplausos de toda esa misma gente que ahora celebraba.
Insertar aquí meme del abuelo Simpson levantando su mano molesto hacia una nube… Sé que debo comprender que a la mayoría el ajedrez le parece aburrido, pero, en fin…
Volviendo a las medallas, a las mías específicamente, que no te confundan: todas fueron por desempeño de equipo y no individual así que ninguno de esos premios tuvo mi nombre inscrito. En general, mi “carrera”, que acabó cuando terminé el colegio en 1999, fue decente con tantas victorias como derrotas. Me pasó con el ajedrez lo mismo que en otras actividades que practico, en las que soy medianamente bueno en muchas cosas pero brillante en ninguna. En algún diccionario de seguro esa debe ser la definición de mediocridad y de repente hasta salga mi foto, y me refiero a aquella que apareció en El Comercio (el diario más importante de Perú) acompañando una nota sobre un torneo importante en el que por ningún lado (ni en la nota ni en la foto) aparece mi nombre.
Con los años tuve tímidos intentos de volver a jugar ajedrez que no pasaron de eso y supongo que esos intentos quedaron registrados en la base de datos de Google porque un día, a mediados del 2018, en Youtube, donde nunca había buscado algo parecido, apareció en mi lista de recomendaciones un video de ajedrez. Fue una rareza tal que me fue imposible no verlo y en un abrir y cerrar de ojos ya llevaba varias horas viendo resúmenes de matches y torneos actuales publicados en ese canal, del youtuber Agadmator. Sintiéndome muy entretenido por un lado, por el otro me sentía desconcertado: no reconocía el nombre de los jugadores ¿Dónde estaban Kasparov, Karpov y mis jugadores favoritos de los 90? Pues en el retiro. Ahora las estrellas eran otras y la máxima de ellas, el campeón mundial, era y lo es el norgueo Magnus Carlsen quien, para finales de ese mismo año, tenía retador para disputar el título, el norteamericano Fabiano Caruana. Por primera vez en mi vida pude seguir un evento como tal en vivo y en directo. Bueno, más o menos. De que era posible, lo era, y si hubiera tenido internet en mi época escolar definitivamente habría tenido la paciencia para ver esas partidas de más de 3 horas donde cada jugador se demora por lo menos 30 minutos para hacer un movimiento. Ahora, adulto e impaciente, solo estuve atento a los resúmenes y análisis posteriores de esas partidas y eso hago en general cuando se trata de ajedrez clásico, porque si es ajedrez blitz o rápido, donde cada jugador tiene un límite entre 5 y 15 minutos respectivamente para hacer todos sus movimientos, disfruto ver de inicio a fin cada uno de esos matches en donde los grandes maestros apurados por el tiempo cometen más errores que de costumbre haciendo el juego más impredecible y emocionante.
Con toda esta motivación encima volví, esta vez sí, a practicar ajedrez. Mi primera intención fue darle un repaso a mis libros, fotococopias y revistas pero “descubrí” con horror que 20 años no pasan en vano y toda esa teoría ya estaba pasada de moda. Por suerte había unas buenas ofertas de libros digitales en Amazon, tal vez demasiadas, porque ganas tuve de comprar una docena y casi lo hago. Reflexioné y comprendí que no iba a tener el tiempo para leer tantos y además ¿cuáles eran mis pretensiones? ¿Ganar torneos, convertirme en profesional? Todo eso sonaba muy estresante y lo que yo quería era divertirme y para eso me bastaba aprender lo suficiente para no hacer el ridículo en el tablero, y si es que eso pasara mejor que no sucediera contra otro ser humano por eso solo he jugado contra apps y sus IA (inteligencia artificial) ajustándoles su dificultad a mi nivel amateur. Después de todo una IA no se va a burlar de mí (en unos años quién sabe). Si tan solo hubiera tenido a la mano este “compañero” de juego hace unas décadas. Traté en aquella época lejana de incentivar el ajedrez en unos primos y amigos cercanos porque más allá de mis compañeros de equipo de colegio y los torneos ocasionales no tenía con quien jugar. El único que no me mandó al carajo fue mi amigo y vecino Hector quien rápidamente empezó a demostrar cierto talento natural, pero para mi mala suerte, justo cuando nuestras partidas empezaban a ponerse interesantes y reñidas tuvo que mudarse a los Estados Unidos con su familia, no sin antes dejar para la posteridad su celebración a gritos por la única vez que me ganó en la que salió corriendo por los alrededores de su casa y la mía.
Entonces este 2020 llegó la pandemia y la cuarentena, y entre las pocas cosas que me han dado gusto durante este tiempo está la popularidad ganada por el ajedrez. Muchas personas han descubierto que es una actividad ideal para practicar dentro de 4 paredes y en línea sin muchas complicaciones previas: todos tienen un set de ajedrez en sus casas, las reglas son fáciles de aprender, y no se necesita una super computadora ni un super celular para ejecutar el software necesario. Las complicaciones suceden en el tablero pero eso ya es parte de la emoción del juego en sí porque todo está ahí sobre esas 64 casillas. Es un combate transparente: acá no hay barajas boca abajo o zonas del mapa ocultos y no hay nada al azar; todo está a la vista del jugador y ya depende de su capacidad de encadenar los movimientos de sus piezas para hacer daño tratando a su vez de anticipar las respuestas de su oponente. Y si a esto le sumamos un angustiante límite de tiempo, como sucede en la gran mayoría matches que se juegan por internet, lo que se tiene es una combinación ganadora en la que están participando desde tu vecino hasta tu “influencer” o “streamer” favorito. Las estadísticas lo demuestran y un buen ejemplo es el caso de Agadmator, quien cuando supe de él en el 2018 tenía poco más de 100 mil suscriptores. En estos meses esta cifra se ha disparado y ya está cerca del millón.
Por supuesto la cereza del pastel es The Queen's Gambit. Una completa sorpresa para mí. No sabía que estaba en producción, no había visto los trailers, no sabía que existía el libro, y de pronto la veo aparecer en Netflix. Al comienzo no le presté atención porque supuse que sería tan mala como aquel episodio de Salvado por la Campana, hasta que en mis redes sociales los ajedrecistas que sigo empezaron a elogiarla y lo mismo hicieron críticos y gente que reconocían no saber nada de ajedrez. ¿Y la reacción general del público? Pues ya desde hace semanas la serie está entre las más populares de Netflix a nivel mundial. Entonces empecé a verla con un poco de temor porque con un hype así de grande siempre temo que me voy a desilusionar al final. No fue así. Me ví los 7 episodios (de una hora cada uno) de golpe y me alegró estar de acuerdo con los elogios y las reseñas positivas. Fue en especial reconfortante comprobar que al ajedrez como tal se le trataba con respeto, claro que no podían faltar las exageraciones e inexactitudes con el afán de agregarle más intensidad a las situaciones, pero ninguna irritante como aquel episodio de tv, además que si de exageraciones se trata, yo que disfruto de animes deportivos como Supercampeones, pues, bienvenidas sean. Lo que no es una exageración lo buena que es la historia teniendo en cuenta que recae casi en su totalidad sobre Elizabeth Harmon. Esto parece obvio tratándose ella de la protagonista pero a lo que me refiero es que los personajes secundarios tienen poco que contar y sirven más como recursos narrativos para reforzar la historia de ella. Fue un riesgo de los escritores que pagó frutos gracias en parte a la personalidad de Beth y su presencia magnética que lejos de cansar motivan a uno a querer verla en pantalla el mayor tiempo posible, lo que afortunadamente sucede. Y mucho tiene que ver con esto es la interpretación de la actriz Anya Taylor-Joy.
Qué bueno fuera que la historia fuera real y es que lamentablemente todavía no ha habido una campeona mundial de ajedrez absoluta, pero va a llegar, estoy seguro, más temprano que tarde, y quien sabe, tal vez sea una de las tantas mujeres influenciadas directa o indirectamente por la serie y que según las estadísticas se han sumado reciéntemente a la práctica de ajedrez. Y termino con una estadística personal: en torneos solo me he enfrentado a dos mujeres en toda mi vida con el saldo de una victoria y una derrota.
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