Convertido ya en una especie de sombra, el niño abre sus ojos: dos esferas blancas y brillantes que son los únicos vestigios de lo que alguna vez fue su rostro. Despierta en un bosque sombrío acorde a su nueva naturaleza donde todo es negro (principalmente negro), blanco, o alguna tonalidad gris. Se pone de pie y emprende un rumbo desconocido sabiendo únicamente que tiene que encontrar a su hermana. Camina, luego corre, y sólo le acompañan los sonidos del bosque que lejos de ser primaveral se muestra inhóspito, a veces misterioso, otras, amenazante con su terreno accidentado y sus criaturas furtivas. Criaturas que aprovechan muy bien sus formas y colores (o mejor dicho la ausencia de estos) para confundirse con el ambiente. No consciente de esto aún, el niño se topa con un árbol de ramas extrañas y sigue su camino sin cuidado. Ha cometido un error. Las ramas se mueven: son las patas de una araña gigante. Una de ellas con un movimiento rápido y preciso se incrusta en su pecho y lo levanta. Las otras patas cogen y arrancan una por una las extremidades de un cuerpo que no sangra pero que sí cruje con un sonido que así nomás no se olvida. La araña termina el trabajo envolviendo los restos del niño en su tela sólo para devorarlo después.
Estos fueron apenas los primeros 15 minutos de la aventura. Lo que le seguirá, haciendo un total de más o menos 6 horas de juego, no hará más que confirmar mi impresión inicial de que Limbo ha sido una experiencia completamente nueva en mis 20 años como gamer.
Y qué agradecido estoy por ello.
Es toda una proeza lo que te puede llegar a transmitir con tan poco. Y con tan poco me refiero al minimalismo del juego, que no sólo es algo estético sino también funcional porque enlaza y unifica de forma dinámica todo lo que se ve, se oye y se juega.
Como la falta de música, por ejemplo, que es fundamental en la situación descrita al inicio porque nos permitirá reconocer, si prestamos atención, que algo metálico ha caído cerca por el movimiento de las patas de la araña, y ese algo será la clave para poder pasarlas. Y como esta situación más se nos presentarán a lo largo del juego que en su definición más simple se le puede definir como un puzzle plataforma, donde hay que estar bien atento a lo que nos rodea porque muchos de esos puzzles son verdaderos “rompecabezas”.
A estas alturas es casi obvio decir que Limbo es un juego de horror, pero no del tipo que asusta porque no hay “jumpscares” aquí; lo que hay, y por todos lados, es desasosiego y desolación. Seña de esto la tenemos desde la pantalla de título. La palabra LIMBO aparece escrita en letras blancas y mayúsculas sobre un fondo negro sin música; solo un leve efecto de sonido como si de un corto circuito se tratara. Y nada más, salvo por un mensaje más pequeño debajo para empezar el juego. Es una presentación ciertamente siniestra y que lo es más, curiosamente, no por la abundancia de detalles sino por la escasez de estos sobre lo que conocemos. Y me refiero a la premisa de la historia, que es tan mínima que más parece una simple excusa para empezar a jugar: “al no saber el destino de su hermana, el niño entra al Limbo para buscarla” dice la página oficial. Pero más que algo simple se trata de algo esencial y vital, como una semilla, la cual se planta en nuestra imaginación sin que nos demos cuenta desde el momento que, intrigados por esa pantalla inicial, juguemos por primera vez; semilla que irá creciendo alimentándose de nuestros propios pensamientos. Aquí la historia, a diferencia de otros juegos, no es un descubrimiento de hechos concretos y claramente concatenados; es en cambio el descubrimiento de elementos tan ambiguos que su entendimiento sólo puede caer en la interpretación a través de cuestionamientos cuyas respuestas puedan hasta perturbar, como, por ejemplo, me lo pregunto yo, ex-católico con un concepto católico de lo que es un limbo, ¿cómo es que estos niños llegaron a este lugar en primer lugar?
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