lunes, 14 de octubre de 2019

Acerca de Amazing Spider-Man Masterworks (y un poco de Batman: The Golden Age)




He sido fan de los personajes de cómics, ya sea Marvel o DC, desde niño, por los dibujos animados, películas y otros medios, pero nunca por los cómics en sí. Y no es que tuviera algo en contra de esa forma artística de contar historias, es que esas historietas (así solía decirles antes) no estaban al alcance de mi mano ya sea por disponibilidad en los kioskos, precio o incluso idioma. Afortunadamente desde hace unos meses he podido superar cada una de esas barreras y sumergirme de lleno en ese mundo partiendo de los orígenes de mis dos superhéroes favoritos, Batman y Spider-Man, y aunque el hombre murciélago es el primero en mi lista de preferencias, en este texto me enfocaré más en el arácnido porque basándome en lo que he leído hasta el momento sus primeras aventuras me han impresionado más.
Muchas personas, erróneamente, menosprecian el valor cultural o literario de los cómics por su supuesta facilidad de consumo. Pues en mi caso tengo que decir que asimilar este medio no me fue tan fácil. Acostumbrado a consumir historias a través de novelas y cuentos, en mis primeras lecturas de cómics mi concentración oscilaba entre el texto y las imágenes pero nunca lograba concentrarme en su conjunto y si bien era suficiente como para entender las viñetas, al final de cada capítulo terminaba con la incómoda sensación de estar dejando pasar mucho detalles. Nada grave o que me desanimara: unas cuantos relecturas fueron suficientes para ajustar mi ritmo y empezar a disfrutar la totalidad de cada número.
Específicamente me estoy refiriendo a dos series de colecciones masivas  que reúnen más o menos los primeros 100 de cada superhéroe: “Amazing Spider-Man Masterworks” y “Batman: The Golden Age”. Voy por el volumen 4 (de más de 10) de Masterworks y por el segundo (de más de 3) de Golden Age y como ya adelanté la ventaja se la está llevando Spider-Man y el factor clave de esa diferencia es su creador, Stan Lee. Si has escuchado a Stan Lee en los medios debes haber notado su forma de hablar, pues esas mismas pasión y emoción desbordante que solía demostrar en entrevistas están también presentes en su prosa. La energía de su prosa puede realzar y hacer interesantes las historias y viñetas más sosas pero cuando se trata de hitos en la vida y mitología de Spider-Man estos momentos, gracias a sus palabras, cobran una intensidad de lo más satisfactoria que las vuelven verdaderos acontecimientos. Y se me hace imposible que su voz no resuene en mi mente en especial luego de haber visto hace poco algunos episodios de Spider-Man and his Amazing Friends (una serie animada de inicio de los 80) en los que él mismo narra y establece en los primeros minutos el contexto de cada episodio. En la actualidad puede que las historias de Stan Lee parezcan “infantiles”; yo diría que fueron escritos para cualquiera con la suficiente inocencia o predisposición para permitirse el placer de asombrarse fácilmente.  Claro, también está el hecho que con el paso de las décadas la inocencia del público se ha ido perdiendo.
Tampoco se las puede calificar de historias superficiales porque poseen cierta complejidad y profundidad que se aprecia más luego de leer The Golden Age. Por un lado está la creación de un universo ficticio. Los primeros números de Batman parecen contener historias más o menos independientes entre sí en el sentido que no le exigen mucho al público estar muy al tanto de las entregas pasadas y un buen ejemplo de ello es que no falta el momento en que el narrador cree necesario mencionar que Robin es en realidad Dick Grayson (o viceversa).  En Masterworks existe una continuidad más concreta en donde casa capítulos influye directa o indirectamente en otros dentro de su misma serie como en la de otros héroes creados por Stan Lee (Iron Man, Los 4 Fantásticos, etc.) quien además como narrador tiene la buena costumbre de, por si la memoria le falla al lector, mediante una burbuja de texto, hacerle recordar qué números anteriores debe consultar. De paso, obvio, este universo es un incentivo para la compra de todos los cómics posibles de Marvel y estar así al tanto de su total desarrollo.
Y por otro lado está el dilema de ser un héroe, dilema que el Batman actual sí padece y que se manifiesta, poniéndolo simple, en la dualidad del alegre playboy Bruce Wayne y la seriedad y amargura de su contraparte enmascarada, pero en Golden Age Bruce Wayne es siempre él mismo con o sin máscara, y es más, pareciera que disfruta ponerse el traje de murciélago para salir de aventuras cada noche. En Masterworks la personalidad de Peter Parker tampoco cambia al ponerse el traje pero el llevar una doble vida sí le plantea un dilema que lo mantiene en constante tensión y que le impide disfrutar su adolescencia y ser feliz al punto que en varias oportunidades se pregunta así mismo si vale la pena siendo el recuerdo de la muerte de su tío Ben lo que le hace descartar finalmente la idea de abandonar la responsabilidad de proteger a su comunidad.
No es mi intención hacer comparaciones sino señalar algunos aspectos que demuestran la evolución de la narrativa en los cómics en los más de 20 años de diferencia que hay entre la primera aparición de Batman (1939) y la de Spider-Man (1962).
Regresando a Peter Parker y su personalidad, una de las cosas que más me sorprendió fue descubrir que no es un nerd pusilánime como en otras adaptaciones se le ha retratado. Es un nerd, sí, pero pusilánime definitivamente no: le sobra carácter y usa justamente su elevado intelecto para responder con comentarios harto mordaces las burlas de cualquier bully, que no sé si sea algo de la época o una cuestión de censura, en el Spider-Man de los 60 la forma por excelencia de bullying es el abuso verbal y no el físico.
Adoraría poseer estas colecciones en formato físico pero sus precios están por las nubes (lo que es lógico porque cada tomo, de tapa dura y a todo color, es de más de 200 páginas) así que he tenido que recurrir al formato digital que tiene al menos la obvia ventaja de la portabilidad. No es el formato ideal pero es una opción que te recomendaría, en especial con las buenas y habituales ofertas de tiendas digitales como Comixology donde cada tomo me costó solo 5 dólares.

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domingo, 4 de agosto de 2019

Acerca de “La Vida Exagerada de Martín Romaña” de Alfredo Bryce Echenique



¿Es realmente así de exagerada la vida de Martín Romaña o todo es pura exageración suya? Pues yo prefiero creer lo primero, que sí, las cosas le han pasado tal cual él las cuenta, y de que es posible, para bien o para mal, que uno pueda tener una vida así de intensa e impredecible como la de él, un peruano que llega a París a mediado de los 60 con toda la intención de convertirse en escritor sin imaginarse que escribir sería lo que menos haría. Es al menos una vida de lo más provocativa para el lector que se va enterando de ella, no así necesariamente para el que la vive porque cuando a Martín Romaña le toca sufrir (ya sea por el amor, la muerte o las hemorroides u otras circunstancias) sí que lo hace y mucho, y es justamente un estado de sufrimiento, que lo sumerge en una melancolía “blue blue blue” (como él la llama), el que lo motiva a escribir y a contar su historia, cómodamente sentado en un sillón Voltaire, en un cuaderno azul, el primero de dos cuadernos. Pero tampoco se trata de que uno, como lector, disfrute del sufrimiento del protagonista de “La Vida Exagerada de Martín Romaña” como si de un villano se tratara, porque lejos de eso Martín es un personaje entrañable que sabe sufrir con “gracia” (la forma en que denomina a su melancolía es un ejemplo de ello) siendo consecuente con su personalidad que no es la de un irritante tipo optimista que trata siempre de verle “el lado amable” a todo, sino la de alguien que dice de sí mismo “me molesta molestar” pensando en las personas que lo rodean y también, inconscientemente, en el posible lector de sus memorias.
Es cierto que la comunicación con éste es a través de páginas muy bien escritas pero se siente más como una conversación en donde Martín Romaña cuenta y el lector “oye” atento, y cuando no lo está tanto y se pierde ocasionalmente, algo normal tratándose de una narración de estilo oral en la que lo espontáneo predomina sobre lo estructurado, el lector tiene que retroceder un par de párrafos como quien interrumpe brevemente al narrador para pedirle que le vuelva a contar, o a explicar, esto o aquello. Sin ser para nada algo grave es el mayor y único punto en contra que le encuentro a la novela que por lo demás fluye y se deja leer sin problemas a pesar de sus casi 600 páginas. Existe otra “queja” pero que fue producto de una ocurrencia curiosa. Leí la novela por primera vez hace casi 10 años y al momento de su relectura reciente pasaron dos cosas: la primera, que me había olvidado partes de ella; y la segunda, que atravesaba por un incómodo estado de ansiedad cuyo mejor remedio era alejar mi mente de los malestares concentrándose en algo placentero como videojuegos, música o leer. Y leer “La Vida Exagerada...” estaba siendo un verdadero placer hasta que la (redescubierta) endeble salud de Martín Romaña empieza a flaquear y algunos de sus malestares empeoraban mi ansiedad. No  me quedó otra que leer esas partes con un concierto de Queen al lado a full volumen, si no...
Si no tal vez no estaría ahora tratando de reseñar esta espléndida novela de Alfredo Bryce Echenique, a quien recién menciono (sin contar el título de este texto, obvio) porque si se trata de ficción, y en especial de la buena ficción, lo mejor que se puede hacer es creérsela, en este caso creer que Martín Romaña y su mundo existe. Además que está el hecho confuso y divertido de que el protagonista y “autor” (ojo con las comillas) es el alter ego del autor real (o sea sin comillas) pero a su vez éste, presentado dentro de la novela como el “pérfido” Bryce Echenique, es un personaje que, si bien bastante secundario, siempre que aparece es para convertirse en otro dolor de cabeza para el pobre Martín.
Otra curiosidad es como aun gustándome luego de su lectura me gustó incluso más luego de leer su continuación: “El Hombre que Hablaba de Octavia de Cádiz”, porque me hizo apreciar las virtudes presentes en el cuaderno azul y que brillan por su ausencia en este cuaderno de color rojo; empezando por el personaje de Martín mismo, protagonista en ambas pero eje de la historia sólo en la primera novela. En ella es Martín quien está en el centro de todas las situaciones exageradas en las que se desenvuelven toda una gama de personajes tan variados como memorables: su esposa Inés, sus amigos revolucionarios, su psiquiatra… teniendo como telón de fondo la intimidad de su humilde departamento parisino en el que su matrimonio se va cayendo a pedazos; una París al borde del colapso durante las revueltas de mayo del 68; distintos hospitales y sanatorios a donde acude para curar sus males físicos y mentales… Y esta riqueza argumental parece continuar, o incluso expandirse, en los primeros capítulos de “El Hombre que Hablaba...” hasta que aparece Octavia, una jovencita universitaria de 18 años descendiente de la nobleza y alumna del curso de Literatura de Martín, para robarse el show, lamentablemente no para bien. Aunque más que una aparición se trata de una revelación. Octavia ya aparece en “La Vida Exagerada...” como menciones ocasionales por parte de Martín, lo suficientemente significativas como para que quede claro que él, mientras cuenta su vida, la ama y la tiene en su mente constantemente. Esta presencia enigmática se vuelve real en la novela que lleva su nombre y ahora todo gira alrededor de ella en un contexto y con unos personajes (en su mayoría) aristocráticos mucho menos interesantes que el de la novela que la precede.
De todas formas hay que leer “El Hombre que Hablaba de Octavia de Cádiz” para saber como se resuelve finalmente la vida de Martín. Conservarlo en tu biblioteca tal vez no. El imprescindible del díptico “Cuaderno de Navegación en un Sillón Voltaire” (nombre completo de esta saga) definitivamente es “La Vida Exagerada de Martín Romaña”. Otro libro del autor para tu biblioteca como un extra podría ser “Magdalena Peruana y otros cuentos” que incluye el cuento “Una carta a Martín Romaña” en donde se añaden datos sobre Martín y otros personajes. En fin que con Bryce no hay pierde, es un magnífico escritor y considero “La Vida Exagerada...” su mejor novela, y decir eso sabiendo que “Un Mundo para Julius” suele ser su obra más aclamada es decir mucho.

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jueves, 16 de mayo de 2019

Acerca de “The Legend of Zelda: A Link to the Past”



Por aquellos días una tía y su hijo de 5 años habían venido a pasar unas semanas a mi casa. Con “mi casa” quiero decir el lugar en el que mi mamá, mis hermanos y yo vivíamos, y con “tía” sólo trato de simplificar las cosas porque en sí era la esposa de un primo de mi mamá y no estoy seguro de la denominación que recibe este tipo de parentesco.
Mi tía tenía un problema en el oído y estaba en tratamiento y la última etapa de éste debía seguirlo aquí en la capital, y claro, teniendo un hijo pequeño lo mejor era traérselo consigo. Hasta acá ningún problema salvo por el hecho de que al niño le gustaba estar pegado a mí, y esto porque cuando yo no estaba encerrado en mi cuarto haciendo algo importante estaba en la sala jugando con mi super nintendo, y todos los colores y sonidos que suelen producir los videojuegos le debían de llamar mucho la atención.
Antes de que me acuses de ogro, quiero que sepas que lo intenté, realmente intenté jugar con él o enseñarle cómo pero es que simplemente era muy pequeño y el nivel de sincronización necesaria entre sus ojos y dedos aún no la tenía, y peor con mis juegos que eran para adolescentes en adelante. Igual el niño nunca se desanimaba.
Era 1998, yo estaba en 4to de secundaria y aunque no recuerdo bien a qué meses me estoy refiriendo debía de ser invierno porque recuerdo un clima frío y una completa ausencia de sol. Además aquel super nintendo que mencioné no era mío en el sentido de que no lo había comprado con mi plata o con la de mi mamá, sino que había sido un regalo de unos primos a modo de deshacerse de algo que no podían llevar a su viaje-mudanza al Japón un año atrás. Junto con la consola me dejaron Super Mario World, Street Fighter 2, International Superstar Soccer y otros juegos de esos estilos, y por aquella modesta librería no pasaría otro nuevo título hasta que, poco antes de la llegada de mi tía, un amigo de colegio me prestó The Legend of Zelda: A Link to the Past.
La única referencia que tenía de ese juego (y de la saga en general) estaba justamente al reverso de la caja de aquella consola: unas cuantas imágenes y una breve reseña (junto con las de otros juegos) que sí, se veían y sonaban más que interesantes pero ya desde entonces, por más que jugar videojuegos era uno de mis hobbies favoritos, no me dejaba llevar por el “hype” por la simple razón de que de nada me servía emocionarme si al final no iba a tener la plata para comprar lo último o lo más solicitado. Por ejemplo, yo vivía feliz y sin problemas con mi “vieja” super nintendo y sin urgencia de más en una época en la que ya era cosa del pasado y la Sony Playstation y la Nintendo 64 eran las actuales consolas de moda (mucho más la primera que la segunda).
Fue en ese contexto que el juego que se convertiría en mi favorito de todos los tiempo llegó a mis manos. Como no soy crítico de videojuegos tratar de enumerar sus virtudes resultaría en una descriptiva lista, tediosa de armar y peor aún de leer. Así que lo resumiré todo en una sola palabra: “aventura”. Nunca antes con un videojuego había sentido la sensación de estar en medio de una aventura. Siempre había tenido el objetivo delante de mí cuando se trataba de vencer a mi oponente o el objetivo estaba al final del tramo de un nivel. Ahora, con A Link to the Past, nada era así de evidente y si quería progresar o saber qué hacer a continuación tenía que estar atento a una historia que era mucho más compleja de lo que estaba acostumbrado, dialogar con otros personajes y, lo mejor y más emocionante, explorar un mundo que por aquel entonces se me hacía inmenso y lleno de innumerables posibilidades. Y sentía todo esto con tan solo haber jugado sus primeras horas. Era obvio que estaba en pleno enamoramiento pero como toda historia de amor que valga la pena las cosas no podían ser así de fáciles; con aquel primito lejano a mi alrededor me era imposible jugar con la fluidez suficiente como para disfrutar el juego a plenitud.
Pero tampoco quería quedar como un quejumbroso así que nada de esto se lo comenté a mi tía o a mi mamá. Se me ocurrió entonces un plan para lidiar con esta situación que pueda que te parezca más una cobarde huida. En mi defensa diré que el plan implicaba dos importantes sacrificios que a mi parecer no tienen nada de cobardes. El primero consistía en sacrificar mis horas de juego en las tardes (horas de juego para cuando estaba libre de cualquier otra actividad), las que pasaba en la sala de mi casa porque ahí estaba uno de los dos televisores que teníamos (el otro estaba en el cuarto de la jefa del hogar, o sea en el cuarto de mi mamá). Y para este sacrificio me quedaba en el colegio más horas de las necesarias, haciendo algo útil o perdiendo el tiempo, el asunto era regresar tarde a casa y visiblemente cansado para que así nadie dudara de la necesidad de encerrarme en mi cuarto a descansar. El segundo sacrificio fueron mis horas de sueño de los fines de semana, porque si no podía jugar de lunes a viernes tenía que ser los sábados y domingos, y a unas horas en las que fuera prácticamente imposible que alguien me pudiera interrumpir: las madrugadas. Me acostaba los viernes y sábados a eso de las 11 de la noche y en circunstancias normales me levantaba al día siguiente a las 11 de la mañana. Ahora tendría que dormir la mitad y lo hice. A las 5 de la mañana estaba despierto y empezaba mis cuidadosos y sigilosos preparativos: salir de la cama, luego de mi cuarto, llegar a la sala y encerrarme en él con las luces apagadas, prender la tv y el super nintendo asegurándome de que el sonido estuviera bien bajo. Listo, a jugar y con la misma cautela regresaba a mi cuarto antes de las 9 de la mañana, hora en la que solían despertar mi tía y su hijo.
El primer fin de semana fue un éxito, pero lo mejor llegaría al siguiente. (Si estás llevando la cuenta de las horas que me está costando terminar A Link to the Past y te parece que es un juego que no requiere tantas, te confieso que, irónicamente, nunca he sido particularmente bueno en videojuegos). Sucedió el sábado. Eran pasadas la 5 y media de la mañana cuando derroté al hechicero Agahnim quien, antes de darse por vencido, con lo poco que le quedaba de energía me envió (a Link, el protagonista, pero soy yo quien lo controlaba, obvio) al Dark World, que no era más que el mismo mundo que había estado recorriendo, solo que el predominante paisaje primaveral que lo caracterizaba era ahora sombrío (“dark”) y sus tonalidades verdes habían sido reemplazadas por marrones como si se tratara de un tenebroso otoño; la música alegre pasaba a ser misteriosa y donde antes había casas ahora quedaban ruinas. Pero lejos de asustarme me fascinaba el rumbo inesperado que estaba tomando la aventura. Fue en ese momento que todo se hizo uno: el videojuego, yo y lo que me rodeaba. Porque por las ventanas, a través de sus cortinas traslúcidas y semiabiertas, los colores típicos de un amanecer de invierno empezaban a inundar la sala, me refiero específicamente a los colores que se dan en ese preciso intervalo en que es indeterminado si todavía es de noche o si ya es de día, donde lo oscuro se torna en una mezcla de azul con gris, mezcla que combinaba a la perfección con este inhóspito Dark World y mis primeros pasos en él. Fue un momento de inmersión total, algo simplemente mágico.
Días después, para cuando devolvía la Master Sword (el arma más sagrada) a su lugar de origen en las profundidades del bosque encantado, mi tía, sana, salva y recuperada, y su hijo ya habían regresado previamente a su ciudad de residencia así que esa escena final del juego la viví una tarde cualquiera de mitad de semana. Y todo volvió a la normalidad... Bueno, no todo: un nuevo fan de “Zelda” había nacido y aunque a estas alturas algunos podrían poner en duda mi condición de fan porque no me he jugado todos los juegos de la saga, yo me siento tranquilo con mi conciencia, y con esa misma tranquilidad de conciencia, pero emocionado por lo que iba a ocurrir, fui un día, hace un par de años, a que me hicieran mi primer y único tatuaje hasta la fecha: una trifuerza (el símbolo por excelencia de esta saga) en mi antebrazo izquierdo.


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martes, 14 de mayo de 2019

Acerca de “Mujeres” de Charles Bukowski




Lo primero que pensé al terminar “Mujeres” de Charles Bukowski fue “bien por ti, Hank, bien por ti” como quien se alegra al escuchar una buena noticia acerca de alguien que aprecia. Lo que es lógico porque aprecio a Hank, quien es a su vez Charles Bukowski (el autor) y Henry Chinasky (el protagonista, alter-ego del autor). Sueno enredado, pues enredando más las cosas va esto: “Hank” es diminutivo de “Henry” y el nombre completo del autor es Henry Charles Bukowsky Jr. (tal cual está en su tumba)… Por eso mejor lo dejo en “Hank”, asumiendo además que la novela, como casi todo lo que ha escrito, es al menos 90% autobiográfico, o sea que finalmente me voy a estar refiriendo siempre a la misma persona.
Decía que me alegraba por Hank porque lo aprecio, y es así desde las primeros relatos que leí de él hace unos 9 años y es un sentimiento que no ha hecho más que consolidarse con cada subsecuente lectura de su narrativa. Para el 2017 ya me había leído todo lo que Anagrama había publicado de él en sus compactas y coloridas ediciones, lo que creo es la suma de todos sus relatos y novelas, así que luego de darle un descanso me decidí reciéntemente por una relectura de esos libros, empezando por “Mujeres” (ya llegaré a su poesía en otro momento). No recuerdo exáctamente que pensé la primera vez que terminé de leerla pero ahora sí lo tengo claro, y es que luego de saber lo miserable que fue su niñez con un padre abusivo, una adolescencia con una crisis de acné en el rostro, una juventud y posterior adultez plena de trabajos insatisfactorios, de aspiraciones literarias que parecían nunca llegar a algún lado, y con una escasez de mujeres, luego de saber todo eso no pude más que alegrarme de que la suerte le empezara a sonreír,  por fin, con medio siglo de edad. “Tenía 50 años...” lo dice él mismo en la primera línea de la novela.
“... y no me había acostado con una mujer desde hacía 4” continúa y concluye antes del primer punto. Y vaya que el Hank de esa primera línea no se imagina de cómo y en qué magnitud se revertirá  esa sequía, ni yo me imaginaba tampoco que me iban a faltar dedos, tanto de manos y pies, para contar el número de mujeres con las que se iba a involucrar, por eso me increpo a mí mismo el haber dudado de la simpleza del título la primera vez que lo descubrí, cuando en realidad “Mujeres” es el mejor y único título posible para estas 300 y tantas páginas.
Pero todas esas mujeres fueron síntoma de algo más importante: éxito, y qué mejor éxito que del tipo relacionado a la realización de tu mayor pasión, en el caso de Hank: la literatura. Aunque todavía lejos de la fama que gozaría posteriormente, el Hank de “Mujeres” ya es un reconocido escritor cuya incipiente carrera literaria le permite ganar suficiente dinero como para pagar el alquiler de su humilde departamento y asegurar que nunca le falte alcohol, cigarrillos, y gasolina, y también para consentir en modesta medida a sus mujeres. No es todavía la fama de quien es reconocido y rodeado en la calle por gente en busca de un autógrafo, pero ya tiene la categoría de autor de culto, escritor maldito, poeta underground, siendo justamente la poesía su principal nave de batalla, con una fanaticada que abarrota los sitios que lo contratan para que leyera sus poemas, sitios que van desde bares de mala muerte hasta auditorios de universidades, de Los Ángeles (su ciudad de residencia) y de otras ciudades de los Estados Unidos y Canadá, recitales que se hacen inolvidables dependiendo de la cantidad de alcohol que tiene en la sangre, donde no solo la poesía resuena sino también los intercambios a toda voz con el público, desde comentarios graciosos hasta insultos, pero como sea, al final el público queda más que satisfecho, y Hank también aunque muchas veces la borrachera le haga olvidar todo lo ocurrido.
Mientras su fama crecía las mujeres empezaron a llegar. Todas fans. Unas se introducían en su vida acercándosele luego de sus lecturas, unas le mandaban cartas, otras no dudaban en usar el teléfono (para un antisocial como él supongo que esa era la única ventaja de mantener su nombre en la guía telefónica), otras sin previo aviso se aparecían en la puerta de su departamento en el medio de la noche. Hank no tenía que dar ninguna especie de primer paso.  Esa era la parte fácil, la difícil: mantenerlas cerca, o alejarlas, dependiendo del caso.
Porque claro, estaban las que iban y venían sin dejar huella, cuya ligereza de sus historias le permiten a uno excitarse (con lo explícito y vulgar que puede ser Hank) sin sentirse culpable, a su vez que asombrarse de cómo es que nadie contrajera una enfermedad venérea o se produjera algún embarazo con tanto sexo sin protección. Pero también estaban las que llegaban para perdurar, si no física entonces emocionalmente, o viceversa, o ambas… dicho de otra forma, las cosas se volvían complicadas porque ahora se daba la situación en la que las expectativas de nadie parecía coincidir: ¿una relación basada en el amor o sólo en el sexo? ¿una relación comprometida o casual? ¿qué es lo que buscaba cada uno de los involucrados? Nadie se ponía de acuerdo. Y en el centro Hank, apático a veces, apasionado otras, quien sufre y hace sufrir, quien si antes padecía para sobrevivir el día a día o para lograr llamar la atención de editores, ahora, superado aquello, padece para mantener el equilibrio de ese aspecto de su vida afectada por el éxito, una vida sentimental desbordada por la presencia en paralelo de tantas mujeres. Puede que suene a un problema “envidiable” pero nada de eso: las cosas se ponen crudas con los celos, las peleas, los llantos, los intentos de suicidio... Son elementos, más otros como el alcohol y otras sustancias que parecen nunca acabarse, que hacen al caos, en mayor o menor medida, una presencia constante.
Así que no se crea que esto es un monótono y secuencial anecdotario de aventuras sexuales. Hay profundidad por debajo de la prosa directa y aparentemente simple (pero bien articulada) de Hank y hay en especial un magnífico manejo de la tensión, del drama y también del humor. En otras palabras acá hay arte y Charles Bukowski como artista de las letras está entre los grandes.

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domingo, 24 de marzo de 2019

Acerca de “Los hombres que no amaban a las mujeres” de Stieg Larsson (y un poco de “La chica con el dragón tatuado”)



40 cuadras son las que camino a casa después del trabajo, porque prefiero eso a tener que lidiar con el tráfico de las 6 de la tarde y porque caminar es un buen ejercicio: el único que practico. Camino escuchando música a la vez que pienso en cosas mayormente sin importancia aunque siempre trato de que sean importantes; sucede que me distraigo facilmente pero cuando logro concentrarme algo interesante surge que de inmediato anoto en mi celular, recipiente de mis reflexiones y a su vez fuente de distracciones por las redes sociales, chats y esas cosas. Creo que lo llevaría en la mano más seguido si no fuera por los robos en las calles así que mejor es tenerlo en el bolsillo la mayor parte del tiempo y no llamar la atención.
El punto es que nunca había regresado a pie y leyendo un libro a la vez. Sucedió desde el día que al salir del trabajo no pude esperar más para saber qué pasaría en el primer encuentro entre Mikael Blomkvist y Lisbeth Salander. Nueve horas antes, antes de entrar a la oficina, lo había dejado a él tocando la puerta del departamento de ella. Luego de más de 300 páginas al fin se iban a ver las caras los dos personajes más importantes de "Los hombres que no amaban a las mujeres" (del escritor sueco Stieg Larsson) y la razón del encuentro era la posibilidad de que empezaran a trabajar juntos en la resolución del gran misterio de la novela: ¿Qué había pasado con Harriet?, una adolescente que había desaparecido 40 años atrás en medio de una reunión familiar, circunstancia que su tío, un magnate industrial, tal vez habría dejado en el pasado si no fuera porque tras la desaparición todos los años en su cumpleaños recibía por correo un regalo anónimo que tenía conexión directa con su sobrina. Sería el magnate quien contrataría al periodista Mikael Blomkvist para que investigara el misterio.
Fascinado por estas premisas establecidas en los primeros capítulos continué con mi lectura de las casi 700 abrumadoras páginas restantes, y enfatizo esa fascinación porque fue lo que me hizo sobrellevar una primera mitad que es bastante desigual en cuestión de mantenerme enganchado. Quiero creer que sus momentos menos emocionantes no se deben a una falta de pericia del autor y de que están ahí adrede: Mikael se muda al pueblo del magnate, donde sucedió la desaparición, y tiene un año de plazo para resolver el misterio o al menos arrojar alguna luz que lo aclare, pero es tan poco lo que consigue avanzar en los primeros 6 meses que su situación empieza a volverse frustrante, tanto para él como para el lector, y pienso que esta era la finalidad del autor, que ambos compartieran ese sentimiento.
Frustración que no se siente en la película “La chica con el dragón tatuado” (producción estadounidense y dirigida por David Fincher) en donde los acontecimientos suceden uno detrás de otro casi sin pausas resultando en una adaptación que se siente como un resumen visual de 2 horas y media. No lo digo como algo negativo, es la sensación que me dejó pero creo que esto se debe por verla inmediatamente luego de terminar con la novela, además de que es el fiel a la fuente original en un 80%, porcentaje alto que la hace un buen complemento, porque al menos en mi caso terminó de darle forma a todas las imágenes que me había hecho de los personajes, situaciones y lugares. Ahora cuando pienso en Mikael Blomkvist veo al actor Daniel Craig, y a la actriz Rooney Mara cuando recuerdo a tal vez la verdadera protagonista de esta historia, la enigmática Lisbeth Salander.
Y es ella, Lisbeth, la otra razón, aparte del misterio principal, para seguir leyendo la novela a pesar de la lentitud con la que Mikael va desenmarañando un caso con más de 40 años sin resolver, porque cuando no es él el centro de atención es ella de quien uno va aprendiendo y quien fascina incluso viviendo, durante la primera mitad, completamente ajena de la investigación que se va desarrollando al otro extremo de Suecia. Veintitantos años, anda en moto, usa tatuajes, piercings, peinados extravagantes y es el negro su color favorito, y todo esto más sus pocas ganas de socializar provocan desconfianza en quienes la rodean. Difícil que así alguien quiera tenerla como empleada pero resulta además que Lisbeth es una excelente hacker e investigadora y estas cualidades son la que le aseguran un puesto en la agencia de seguridad para la cual trabaja. Y quedará demostrado también que para quienes quieran sacar provecho de su aparente fragilidad, física o financiera, están cometiendo un grave error. Es la otra cara de la moneda, el opuesto al cuarentón y relativamente más conservador Mikael. El contraste ideal.
De ahí las ganas de que empezaran a interactuar y sucede poco después de que finalmente Mikael lograra avances importantes y resultase evidente que el caso de Harriet ya no se trataba solo de su desaparición sino el de otras muchas mujeres a lo largo de 4 décadas. Ya no era un caso para un solo investigador; ahora era necesario dos personas quienes de alguna forma u otra, cada uno por su lado y por diferentes propósitos, tenían el oficio de buscar la verdad. Mikael iba a necesitar ayuda y nadie mejor que Lisbeth.
Desde entonces leer de regreso sería parte de mi rutina los días siguientes y las últimas páginas coincidirían con una de esas caminatas. Estaba a unos pasos de mi casa cuando todavía me faltaban unas 5 páginas y no lo dudé: le di unas vueltas a la manzana y solo saqué las llaves para abrir mi puerta una vez leí la última palabra. Pocas veces me había sentido tan satisfecho al llegar a mi hogar.

Ahora quiero continuar con el resto de la trilogía Millennium inicial escrita por Stieg Larsson, y de ahí tal vez con los libros siguientes escritos por David Lagercrantz, escritor autorizado tras el fallecimiento de Larsson. Me da curiosidad además las películas suecas (adaptaciones de la trilogía) de las que he escuchado buenos comentarios, y también, por qué no, aunque menos recomendada que las anteriores por los críticos, la película, producción estadounidense otra vez, estrenada el 2018 y basada en el quinto libro; no sé por qué se saltaron los libros intermedios ni por qué David Fincher ya no es el director... Tanto que leer, tanto que ver, mientras no muera atropellado por recorrer las calles absorto en un libro todo es posible.

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domingo, 3 de febrero de 2019

Acerca de las Cartas de Julio Cortázar



Traducido del francés se lee el mensaje tallado sobre una placa de piedra: “AQUÍ VIVIÓ JULIO CORTÁZAR / 1914 - 1984 / ESCRITOR ARGENTINO NACIONALIZADO FRANCÉS / AUTOR DE ‘RAYUELA’”. Al lado de la placa está la entrada de un edificio antiguo y a lo largo de esa misma calle se pueden ver, todo esto gracias a Google Maps, restaurantes y cafés. Seguramente la vista era muy distinta en 1984, año en el que falleció el escritor con 70 cumplidos, cuya última vivienda se ubicó ahí: el número 4 de la rue Martel, 75010, París - Francia, dirección que muchas veces menciona él en las cartas que escribió en esa época. Contemplo esa entrada con una sensación de despedida porque en cierta forma lo es: es el fin a un recorrido que empecé el 2012 y termina hoy, diciembre del 2018, tras una lectura larga y sin apuros de los 5 tomos, más o menos unas 3000 páginas en total, que reúnen toda su correspondencia.
La nostalgia y la tristeza se apoderan de mí en estos momentos.
La nostalgia me hace releer la primera carta y redescubrir a un Cortázar de 23 años y profesor de escuela en una provincia de la Argentina, que tras manifestarle a un amigo sus incomodidades con la situación educativa de su país, le transcribe un poema de su autoría y le comporte algunas de sus inquietudes poéticas. Qué importante sería la poesía para Cortázar por aquel entonces (1937 - 1954, tomo 1): tema recurrente en sus cartas, sería prácticamente una obsesión para él. Ni por asomo se vislumbra al magnífico narrador que se convertiría luego, al cuentista extraordinario o al autor de una novela tan fundamental como “Rayuela”. Precisamente esta sería el tema de su última carta, breve y escrita a un mes de su fallecimiento, en la que, muy enfermo, se disculpa con una traductora por no tener las energías suficiente como para hacerle todas las notas necesarias a la traducción en curso. Qué diferencia con el Cortázar que llenaba pliegos y pliegos de anotaciones para sus traductores (a los idiomas que él dominaba, francés e inglés) desde que estos empezaron a aparecer a finales de los 50, con el escritor ya establecido en París, junto con su primera esposa, Aurora Bernárdez.
Sin saberlo él, y ninguno de sus futuros protagonistas, el Boom de la Literatura Latinoamericana se estaba gestando y es la etapa epistolar que transcurre durante el antes-y-durante de este fenómeno (1955 - 1968, tomos 2 y 3) mi favorita. Porque es un Cortázar entregado al arte: si una carta no es sobre literatura (la suya y la de otros) es sobre jazz, y si no es jazz, es pintura, y si no esta, entonces, cine, y así recorre el arte en muchas de sus formas con soltura y genialidad. Con una contagiante actitud le ve el lado bueno a las aburridas conferencias de la Unesco a las que tiene que ir como traductor porque al menos le permiten viajar a distintos países con los gastos pagados, o disfruta hacerle la “guerrita” a los correctores de estilos de las editoriales que no ven con tan buenos ojos sus intentos de salir de lo convencional. Aparecen Vargas Llosa y Carlos Fuentes, entre otros gigantes, como destinatarios a sus cartas y aún así se ufana de no sentirse un escritor profesional, no por falsa modestia sino porque le aburre la idea llegando a de prescindir de cualquier agente literario, repartiéndose esa tarea entre su editor en la Argentina y él mismo. Sus cartas adquieren un tono lúdico y eso las hacen más entrañables aún.
Pero conforme la situación política y social de Latinoamérica en los años 70 se vuelve preocupante, sucede lo mismo con el tono epistolar de Cortázar (1969 - 1976, tomo 4). Con una seriedad acorde se comunica ahora mucho más con dirigentes políticos que con intermediarios de cualquier editorial, y si el destinatario es algún colega escritor la literatura no es el tema a tratar sino los conflictos internos de sus países de origen y vecinos. Atrás queda el escritor que disponía de tiempo como para lidiar directamente con las editoriales y para supervisar obsesivamente los más mínimos detalles de las edición de sus libros, desde el contenido hasta el arte de las portadas. Por supuesto Cortázar sigue haciendo literatura pero salvo revisar pruebas de impresión y traducciones se aleja de todas las demás tareas del proceso editorial; ahora tiene una agente literaria para esas tareas: Ugné Karvelis, su segunda pareja. Afortunadamente, sin importar el contenido de las cartas, Cortázar siempre mantiene su estilo oral que mucho tiene que ver con lo espontáneas que son en el sentido que, como él mismo lo  explica, no las escribe pensando en luego corregirlas y publicarlas, así que lo hace de una sola pasada, y aún así algunas resultan tan perfectas que en su momento terminan publicadas en revistas.
La tristeza me viene por el último año de vida de Cortázar, período triste porque lo vive viudo tras el fallecimiento de su segunda esposa, Carol Dunlop (su pareja la mayor del tiempo entre 1977 y 1984, tomo 5). Solo y con 70 años encima es obvio por sus cartas el denodado esfuerzo que hace para seguir adelante. ¿Cómo lidiar con la pérdida de alguien que estuvo tan presente en todo? Desde lo más cotidiano como su sola presencia en el hogar (Cortázar lamenta el llegar a casa y ya no encontrarla), pasando por lo político (los viajes que antes habían realizado juntos a países envueltos en la revolución o guerras civiles ahora los tendrá que hacer solo) y hasta en lo literario: pendiente queda darle orden a todo lo escrito juntos durante el viaje por las carreteras de París que hicieron meses atrás, para luego publicarlas en un solo tomo compartiendo autoría. Esa presencia-ausencia del ser amado y perdido por momentos hacen que las cartas incluso más que tristes sean angustiantes. Por ello me dio gusto leer las cartas que dan cuenta de su viaje a una Argentina con la democracia restaurada para reencontrarse por última vez con su madre y hermana, reencuentro aplazado por tantos años por culpa de la dictadura militar. Esa y otras estancias momentáneas fuera de su hogar de París, como las temporadas que como invitado convive con amigos, son paliativos posibles hasta que su salud le impide seguir viajando. Ya enfermo y recluido en su hogar, su primera ex-esposa pero amiga eterna, Aurora Bernárdez se muda con él para cuidarlo y acompañarlo hasta su posterior hospitalización y fallecimiento.
Por eso no sorprende que ella heredara el poder sobre los derechos de autor de Cortázar convirtiéndose en la administradora de su obra. Su nombre y el de Carles Álvarez Garriaga aparecen en la tapa de esta colección como responsables de su edición, edición que por un lado es elogiable por lograr publicar más o menos, calculo, un 90% de todas y cada una de las cartas que Julio Cortázar escribió, sin ningún tipo de censura, solo sufriendo las limitaciones de páginas perdidas, párrafos ininteligibles o destinatarios que no quisieron ceder las que poseían. Pero por otro lado tiene un aspecto negativo que es algo inevitable de esta “totalidad”, y es la presencia de cartas que poco o nada aportan a conocer más al autor, que están ahí sumando hojas en un espacio apenas justo en donde incluso los pie de páginas no parecen ser suficientes para todas las aclaraciones necesarias. Creo entonces que además de esta edición sería ideal que existiera una antología de las cartas y con textos que expliquen el contexto en el que fueron escritas. Mientras tanto se me ocurre que el mejor complemento a esta correspondencia es la lectura de alguna buena biografía, algo que me queda como tarea pendiente.

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domingo, 6 de enero de 2019

Acerca de Queen y mi adolescencia



Farrokh Bulsara era el verdadero nombre de Freddie Mercury, y justamente “Bulsara” fue por un tiempo el nombre de la banda de rock de la que fui parte durante mi adolescencia. Aunque en la época de aquel nombre más que una banda propiamente dicha éramos solo tres muchachos tratando de reinterpretar lo mejor posible canciones de Queen.
Todo empezó con Héctor quien nada tiene que ver con estos recuerdos salvo por el hecho de que por muchos años fue mi vecino y mejor amigo y que cuando junto con sus padres se mudaron a los Estados Unidos, los que vinieron a ocupar su casa fueron sus dos primos con su familia. De cumpleaños pasados de Héctor ya conocía a sus primos, los hermanos Juan y Jorge, apenas unos años mayores que yo, entonces no pasaría mucho para que luego de la mudanza yo esté de visita en su casa. Así descubrí que la música era el más importante de sus pasatiempos y no solo hablo de escuchar un montón de canciones sino además de que ayudándose mutuamente, compartiendo el único instrumento que tenían, una guitarra de madera, trataban de “sacar” muchas de esas mismas canciones, en especial de una banda de la cual algo había escuchado pero que a través de los hermanos aprendí a amar: Queen. No me aburría para nada verlos practicar por horas y era un placer escuchar lo bien que hacían sonar su guitarra. Eventualmente conseguirían una guitarra y bajo eléctricos pero no alcanzándoles para los parlantes, Juan, que mucho sabía de cables, conexiones y circuitos, desarmó todo material útil que encontró cerca para armar sus propios parlantes con un sonido lo suficientemente aceptable. Ahora resultaba que había 3 instrumentos, dos músicos, y un espectador (o sea yo), hasta que un día los hermanos me propusieron aprender a tocar guitarra y yo acepté sin dudarlo un segundo. Y cosa del destino, poco después me enteraba que un tío mío estaba por deshacerse de una vieja guitarra de madera y a tiempo la rescaté de que acabara en la basura para que luego los hermanos la resucitaran. Imitándolos me compré tanto mi cassette de los “Greates Hits” de Queen (pirata como el de ellos) así como mi cancionero con acordes (los que podías comprar de Queen y otros artistas por un par de soles en cualquier kiosko) y con eso ya tenía todo lo necesario para pasar unas excelentes vacaciones del verano del 96. Para cuando acabaron las vacaciones yo era el bajista del trío, Jorge la primera guitarra, y Juan acompañaba y nos lideraba a la vez con la de madera. Y esa, sin nombre todavía, fue nuestra primera formación.
Con el año escolar en curso no nos quedó otra que ensayar menos pero eso no disminuyó nuestras ganas de hacer o escuchar más música. Varias tardes de ese 96, a la salida del colegio, iba al mercado de mi distrito y recorría muchos de los puestos de cassettes piratas con el único objetivo de encontrar algo que no fuera “Greatest Hits”, el cual ya me lo había escuchado unas 100 veces y aunque lejos estaba de aburrirme quería escuchar más de Queen. Aún no conocía con detalle su discografía así que lo que hacía era pedirle a cada vendedor que me mostrara todo lo que tenían de la banda. No se quién en ese mundo decide qué discos copiar o no pero lo cierto es que lo único que encontraba era el “Greatest Hits”, canciones más, canciones menos (y distintas portadas) pero siempre las mismas que ya había escuchado. Al final tengo mis dudas de quién quedaba más frustrado: yo por no encontrar lo que buscaba, o los vendedores al no concretarse la venta a pesar de todas las molestias; estoy seguro que me habrán gran-puteado en silencio, y con justa razón. Pero cuando luego de clases no estaba haciéndole perder el tiempo a nadie, lo que hacía era simplemente estar de regreso a casa y por lo general con mi amigo Ricardo, las veces que no se quedaba castigado porque él era una de los más palomillas del aula (mientras que yo uno de los más nerds). Supongo que en muchos de esos regresos (seguíamos más o menos la misma ruta) he tenido que haberle hablado a Ricardo tanto de Queen que llegué a lavarle el cerebro: una mañana él llegaría al colegio con un cassette pirata del “Greatest Hits” diciéndome que era lo mejor que había escuchado en su vida. Fue con él que paseando por una zona comercial entramos a una tienda de discos y tuve mi primer contacto con la discografía de Queen pues porque ahí estaban todos sus discos en formato CD, y como ya suponía de antemano, a un precio inalcanzable. Me hubiera quedado memorizando esas portadas y sus nombres sino fuera porque Ricardo haría un descubrimiento igual de genial en la sección de biografías: una revista dedicada exclusivamente a la historia de la banda, y lo mejor, estaba abierta y claro le dimos un buen vistazo a sus más de 100 páginas y montones de fotos en blanco y negro y a color; lo malo era que costaba lo que 2 cds. “Algún día...” pensé resignado sin imaginar que 3 o 4 después Ricardo se aparecía en la puerta de mi casa con la revista en mano como su nueva adquisición, y no digo compra porque tuve y todavía tengo mis dudas: “¿pero cómo...?” le medio pregunté sorprendido. “Acaso importa” me respondió él y la verdad es que dejó de importar cuando en ese mismo instante me dijo que me la podía prestar. Al rato fui a ver a los hermanos y fue como si la navidad nos hubiese llegado de pronto. Esa tarde no ensayamos, nos la pasamos los tres sentados uno al lado del otro, leyendo la revista y admirando las fotos. El papá de los hermanos le sacaría copia en su trabajo y se convertiría en nuestra pequeña biblia.
Eventualmente nuestra colección de a pocos iría creciendo con más material de dudosa procedencia aparte de grabaciones de especiales que de vez en cuando pasaban por radio o tv. Esto no seguiría así por siempre. Llegó el día que los hermanos pudieron comprar “A Night at the Opera”, original porque en pirata no existía, y fue clave para nosotros. Es el disco que incluye “Bohemian Rhapsody” y un par más de canciones típicas de cualquier compilatorio, pero por un rato queríamos olvidarnos de esos hits; teníamos la chance de escuchar al Queen que no se suele escuchar en radio, canciones que nunca antes habíamos oído. Las expectativas eran altísimas y el riesgo de desilusión también: ¿qué tal si Queen era solo una banda de excelentes singles pero nada más? El CD empezó a sonar y sin siquiera acabar la primera canción, “Death On Two Legs”, todos los temores habían sido reemplazados por optimismo: íbamos a escuchar un discazo, y así fue. Al final nos quedó más que confirmado que Queen era una de las más grandes bandas de rock de todos los tiempos y en ese momento nos convertimos en verdaderos fans. Más motivado que nunca, Juan, prestándose plata de donde pudo, se compró un teclado y sin más que sus conocimientos musicales y su buen oído se enseñó a sí mismo a tocar ese instrumento logrando en relativamente poco tiempo tocar muy bien muchas de las tonadas en piano que se escuchaban en las canciones de Queen.
Juan, más líder que nunca, se convirtió en nuestro tecladista (sin abandonar del todo la guitarra de madera). Lo malo es que ninguno de nosotros cantaba, en consecuencia nuestros covers eran obligatoriamente instrumentales, y claro, sin ningún tipo de percusión, cosas que al comienzo no nos importaban mucho porque estábamos más concentrados en sonar bien como trío. Cuando llegamos a sentir confianza en nuestro sonido empezamos con la búsqueda de más integrantes ya con toda la intención de formar una banda completa. Los candidatos fueron apareciendo a la vez que le íbamos poniendo freno a nuestra fanaticada por Queen porque si queríamos llegar a alguna parte íbamos a necesitar más variedad (los nuevos integrantes contribuirían con sus propias influencias) y porque además de por sí hacer covers de Queen es difícil cuando 3 de sus 4 integrantes eran cantantes de primera línea que sabían muy bien cómo combinar sus voces en sus canciones. Al final Edén sería el nombre definitivo de nuestra banda, con la que pasé incontables horas en (económicas) salas de ensayos y con la que pude sentirme un rockstar en las contadas presentaciones en vivo que tuvimos siempre ante una modesta cantidad de gente. En el transcurso del 2000 mis estudios para ingresar a la universidad y el hecho de que los hermanos vivían ahora en otro distrito me alejaron física y emocionalmente de esa vida y desde entonces poco o nada he sabido de mis ex-compañeros da banda.
Bueno, ahora los tiempos son otros. Queen, su música, su historia y más están prácticamente al alcance de la mano gracias a cosas como Spotify y YouTube, y los nuevos fans apenas tienen que esforzarse para conseguir todo ello. Nuevos fans, o por lo menos curiosos, que están empezando a aparecer luego de haber visto la película “Bohemian Rhapsody”. Mi novia, por ejemplo, poco después de haber ido juntos al cine a verla, le pregunté por WhatsApp qué estaba haciendo y me respondió que estaba viendo por primera vez la presentación de Queen en Live Aid (por YouTube), motivada por la excelente recreación que se hizo de ese concierto en la película. ¿Cuánto tiempo le habrá costado encontrarlo? ¿Segundos? ¿Minutos? Yo tuve que esperar años desde que me hice fan, hasta recién el 2004, en una noche de amanecida de estudio en una sala de computación de mi facultad. Eran las 3 de la mañana, me estaba muriendo de sueño y se me ocurrió buscar Queen en Google Videos (YouTube ni siquiera existía) y uno de los primeros resultados fue justamente Live Aid. No tengo palabras para describir mi emoción, sólo diré que la energía de esos 20 minutos fueron suficientes para quitarme el sueño. Que los realizadores de “Bohemian Rhapsody” hayan decidido que ese sea el gran final fue un gran acierto. Me pregunto cuál será la opinión de los hermanos de la película.

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